“Mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: ‘Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío’” (Lc. 14, 25-27).
Después de las seis palabras de María en el Evangelio, queda su silencio, que a nosotros nos prepara a celebrar mañana la fiesta de su Natividad. Y ese silencio es el que lo resume todo. María no necesita más discursos porque su vida entera habla: acalla toda consideración y se queda solo con Jesús. Ella pospone en la práctica todo lo demás, incluso a sí misma. Su propio bienestar, sus afectos más íntimos, sus esperanzas humanas: todo lo coloca detrás de Jesús. Él es lo primero y lo único.
En el Calvario, María se revela como la perfecta discípula. Ella supo hacer silencio ante sus propios razonamientos, ante el dolor más intenso, ante los ruidos interiores de la angustia y del miedo. Supo dejar que todo se acallara para permanecer firme junto al árbol de la vida, abrazada a la Cruz de su Hijo. Allí donde otros huyeron, Ella permaneció. Allí donde otros no entendían, Ella creyó. Allí donde todo parecía derrota, Ella escuchó, en silencio, al Verbo eterno que, desde la Cruz, continuaba revelando el amor del Padre en medio de la tiniebla.
María nos enseña que el verdadero discipulado es aprender a hacer silencio a todas las cosas. Porque todo, incluso lo más legítimo, puede convertirse en ruido interior que distrae y turba. Solo cuando el alma calla ante sí misma y ante el mundo, se abre para escuchar al Hijo Amado, al Verbo del Eterno Padre, que habla sin necesidad de palabras humanas, con la suavidad del Espíritu, en lo más íntimo del corazón.
Santa María, Madre del silencio, enséñanos a acallar lo que nos distrae y nos aparta, para que, como Tú, seamos discípulos que escuchan a Jesús y lo siguen hasta la Cruz. Amén.
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