sábado, 1 de agosto de 2020

El gran santificador

        Al leer el título de este editorial algunos lectores pensarán que vamos a hablar del Espíritu Santo que Cristo prometió enviarnos de junto al Padre, ese a quien en la secuencia de Pentecostés llamamos “brisa en las horas de fuego”, sin aludir por ello a la calurosa estación estival que vivimos.
        Pero no, no es esa nuestra intención. Queremos hablar del tiempo que pasa. De ese tiempo que para algunos es el auténtico santificador de todo.
      Inmersos en una cultura impregnada por el más feroz relativismo, algunos pretenden que lo que ayer era pecado hoy en cambio, no solo no lo es, sino que es bueno, conveniente, natural, placentero y útil. Y que lo que ayer era virtud, hoy no pasa de ser mojigatería, cuando no intolerancia, rigidez y hasta delito de odio. Lo que hoy está bien, mañana seguramente no lo estará. Con lo que entonces el tiempo se convierte en el "gran santificador" de la vida y costumbres de los hombres, y las miserias humanas y los públicos escándalos pasan con el tiempo a ser posturas socialmente aceptables.
        Lamentablemente los cristianos mundanos, que se dejan seducir por el mundo, participan de esta mentalidad generalizada. Así resulta muy sintomático de lo que decimos el hecho de que muchas personas se acerquen al confesonario para consultar si tal o cual actitud o comportamiento "sigue siendo pecado".

        En su primera epístola dice San Juan (2,15-16) que "si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre, porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre". Quizás en estas palabras podamos encontrar un argumento orientador ante tantas conductas socialmente aceptables, pero moralmente deleznables. Y eso aunque los tiempos hayan cambiado, como tantos repiten cansinamente por si acaso no nos habíamos dado cuenta.
Veamos pues:
m Concupiscencia de la carne: si es cierto que los espectáculos reflejan la realidad del mundo en que vivimos, nuestra civilización padece un mal gravísimo. Porque con mucha frecuencia nos obsequian con escenas de burda obscenidad y de gratuita violencia, todo ello adobado de un lenguaje vulgar y la exaltación de sentimientos y pasiones innobles. No nos engañemos: amar los criterios de un mundo que presenta síntomas tan alarmantes, es rechazar el amor del Padre.
m Concupiscencia de los ojos: la obsesión por poseer bienes materiales, mejorar el nivel de vida, invertir más rentablemente, y no privarse de nada, está a la orden del día. Recordando aquello que nos dijo Jesús -que no podíamos servir a dos señores- quizás convendría introducir en nuestras familias la costumbre de elaborar un presupuesto razonable cada año, y tratar de ajustarnos a él, aunque pudiéramos permitirnos más. Porque la ambición y la codicia sin freno tampoco vienen del Padre.
m Orgullo de la vida: sabemos que España es uno de los países del mundo con una esperanza de vida más prolongada. Esto está muy bien siempre que esa vida sea acogida, respetada y celebrada, pero para acceder a ella hay que pasar antes por un terrible filtro. Desde el año 2005 en España se practican una media de cien mil abortos anuales. Sin contar con que el orgullo, el pecado primordial, engendra odios, desobediencias, marginación, violencia, murmuraciones... Las actitudes arrogantes y la altivez se oponen frontalmente al Evangelio, que es buena noticia para los pequeños, los sencillos, los pobres de corazón. En todo esto no puede estar, tampoco, el amor del Padre.
         Quizás es hora de que los cristianos dejemos de preguntarnos si ciertas cosas "siguen siendo pecado", y tratemos de llevar una mayor autenticidad a nuestras propias vidas. Pues como dice San Agustín: "¿Queréis alabar a Dios?  Vivid de acuerdo con lo que pronuncien vuestros labios. Vosotros mismos seréis la mejor alabanza que podáis tributarle si es buena vuestra conducta".
             Estamos llamados a ser sal de la tierra, y a mostrar claramente a todos qué significa esto. Porque no olvidemos que las cosas parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en otros. Y esos "otros" tenemos que ser nosotros… ¡aunque los tiempos hayan cambiado!