sábado, 1 de febrero de 2020

A vueltas con la santidad

En el  libro de la "Imitación de Cristo", de Tomás de KEMPIS, leemos que si cada año desterráramos de nosotros un defecto pronto seríamos santos (lib. I, cap. XI). La frase rezuma optimismo; en mi caso creo que no sería pronto, sino que, a razón de uno por año, necesitaría siglos, y no tengo tanto tiempo...
Además de eso denota un concepto peculiar de santidad o perfección cristiana: ésta consistiría en la ausencia, por superación, de toda suerte de defectos.
Sin embargo parece que la Palabra de Dios nos invita a otra santidad. Así, san Pablo, en su segunda carta a los Corintios, nos dice cómo rogó a Dios por tres veces que lo librara de un ángel de Satanás que lo abofeteaba continuamente,  de un aguijón que tenía clavado en su carne, y cómo la respuesta del Señor fue: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en tu flaqueza" (2ª Cor.12,7-9).
La santidad, si bien no es compatible con faltas morales deliberadas, si lo es con defectos de carácter –a veces demasiado visibles–, en la persona del cristiano "santo". Y resulta consolador descubrir en la Palabra de Dios atajos por los que, los que somos muy imperfectos, podemos seguir aspirando a la santidad más alta.
En la misma carta de san Pablo citada, éste nos recuerda también que "este tesoro tan extraordinario (la gracia y el amor de Dios) lo llevamos en vasijas de barro" (4,7).
El barro no es transparente como el cristal, sino opaco. De modo que, cuando esa vasija de barro la exponemos al sol, proyecta detrás de ella una sombra. Es inevitable.
Iluminados por ese "sol que nace de lo alto" (Lc.1,78), que es Cristo Jesús, sabemos que nosotros también creamos a nuestras espaldas una zona sombría, no iluminada por su gracia. Que, por nuestra culpa, la luz de Dios no llega adecuadamente a otros hombres, que padecen la oscuridad y el frío de la falta de amor.
El error consistiría en volvernos de espaldas al sol para entretenernos mirando nuestra propia sombra, quejándonos amargamente de no ser transparentes. Lo imperdonable sería perder el tiempo en esa necia contemplación de nuestro mal, en vez de aprovecharnos todo lo que podamos contemplando la belleza y el resplandor del sol.
Ser hombre, naturaleza caída, casi equivale a decir "ser pecador", proyectar sombra. Pero lo mismo que Jesús nos dice que, por mucho que nos esforcemos, no podemos añadir un sólo palmo a nuestra estatura (Mt.6,27), nada se nos dice de que no podamos menguar. Si no escapamos de Él, el sol divino irá consumiéndonos, empequeñeciéndonos...  Será el único medio de proyectar una sombra cada vez menor.
Desde esta perspectiva, la oración pidiendo ser liberados de nuestras imperfecciones quizás no es atendida porque no está bien hecha.
Durante una temporada podríamos probar a pedirle a Dios, no que nos libre de nuestros defectos (¡que nos hacen sufrir!), sino que por culpa de nuestros defectos nadie tenga que sufrir. Esto es:
  • que nuestro orgullo jamás cause la humillación de los "pequeños";
  • que nuestra ira nunca exaspere a los hermanos "débiles" que nos rodean;
  • que nuestra avaricia no suponga necesidad para los pobres que viven entre nosotros;
  • que nuestra lujuria no coopere a la explotación y cosificación de nuestros semejantes;
  • que nuestra envidia nunca sea causa de tristeza para nuestros amigos y conocidos;
  • que nuestra gula no implique que otros deban pasar hambre;
  • que nuestra pereza no suponga un aumento de trabajo para nuestros compañeros...
         Esta oración, no centrada en nosotros, será muy agradable al Corazón del Señor y, al mismo tiempo, profundamente apostólica. Y en la misma medida en que nos preocupemos menos de nuestros defectos, incluso de nuestro propio aprovechamiento espiritual (¡así lo dicen algunos santos canonizados!), y nos preocupemos más de amar, en esa misma medida, sin darnos cuenta, estaremos alcanzando la meta de la santidad a la que antes llegaron tantos hermanos nuestros.