martes, 1 de diciembre de 2020

Caminando en la sencillez de María

        Cuenta una fábula de la antigüedad clásica que mucha gente se inclinaba al paso de un asno que transportaba, sobre su lomo, la imagen de un ídolo. El desgraciado animal, pensando que era él el objeto de la reverencia, envanecido, prorrumpió en un estruendoso rebuzno con el que pretendía agradecer las muestras de respeto, y transmitir algunas enseñanzas a sus devotos.
        Lo único que consiguió fue que, ante su asombro, la gente riera a carcajadas y el arriero le "acariciase" las ancas con un grueso bastón.
        Como el borrico es un animal que, según dicen, "no tropieza dos veces en la misma piedra", imaginamos que con los palos aprendió la lección y, por lo menos, sacó algo positivo de esta historia.
        Desgraciadamente los humanos no aprendemos tan rápidamente como los asnos (!!!), y por eso quizá seguimos creyendo, durante mucho tiempo de nuestras vidas, que somos bastante importantes: porque llevamos encima algo que, en el fondo, no es nuestro, sino que nos han prestado.

        La fiesta de la Inmaculada Concepción, y todo el tiempo litúrgico de la Navidad, nos invitan a mirar hacia María como modelo de ese "hombre nuevo" que Dios quiere crear en nosotros.
        La vocación de la Virgen fue singular desde muchos puntos de vista:
        – singular por el modo en que llegó a descubrirla, ya que Dios quiso comunicársela de una forma totalmente inusual y directa;
        – singular por ser, no solamente única, sino irrepetible. Según el dicho popular “madre no hay más que una”, y Dios no constituye una excepción a esta regla.
        – singular porque esta vocación fue ligada a muchas promesas para su Hijo ("será grande, se llamará Hijo del Altísimo, heredará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin"), y sin embargo no hubo ninguna para Ella.
        Si María hubiera sido una criatura “normal”, habría comenzado en seguida a reparar en sí misma, a mirarse y a preguntarse qué habría para Ella. Pero a la Inmaculada ni se le ocurrió.
        Estaba la Virgen tan llena de Dios que, cuando pensaba en sí misma, no podía hacer otra cosa que pensar en su Hijo; y cuando "meditaba las cosas en su corazón", lo único que hacía era contemplarlas en el Corazón de Jesús. Por lo cual no estuvo atenta a privilegios ni prerrogativas, ni aspiró a títulos, ni reclamó honores. Ni siquiera se preocupó por saber qué grado de santidad o perfección había alcanzado. Sólo quiso para sí misma el último puesto, ser y parecer pequeña a los ojos de Dios y de los hombres. Y lo consiguió.

        Creo haber encontrado un buen termómetro para medir el éxito en nuestro empeño de asemejarnos a nuestra Madre la Virgen. Se trata de los consejos que nos dan.
        En efecto, cuando recibimos muchos consejos esto suele significar que nuestro interlocutor, naturalmente, no nos ve "grandes". Porque recibir consejos supone casi siempre que el otro se cree más listo, más prudente, más sabio o más santo que nosotros: que no le impresionamos, que no se siente empequeñecido en nuestra presencia. Nos ven ignorantes, inexpertos, carentes de algo, imperfectos… en definitiva necesitados de ayuda, y aunque no la pidamos con palabras, se apresuran a brindárnosla.
        Hay quienes se sienten crispados e impacientes ante la inoportunidad de esta actitud condescendiente de sus prójimos. Pero para nosotros los cristianos, ¡qué gozo que esto ocurra! ¡Si hasta a nuestro Señor Jesucristo, según cuentan los Evangelios, tanto los apóstoles, como sus amigos y enemigos, le dijeron muchas veces cómo tenía que comportarse, o cómo debía actuar! Hasta se permitieron reprenderle en alguna ocasión…
        Y nos imaginamos que a la Virgen, una madre jovencísima y pobre, le ocurriría mucho más: todos querrían darle lecciones, o explicarle las cosas, corregirla para que las hiciera mejor, o ayudarla en algo. Y Ella escucharía todos esos consejos no pedidos con bondad y sencillez, con humildad y paciencia. Mientras los ángeles a su alrededor reirían llenos de gozo.
        Algunos grandes santos deslumbraron incluso a sus contemporáneos. Sin embargo, ¡cuántos consejos no le darían, por ejemplo, a la pequeña santa Teresa del Niño Jesús!
        Pues ese es el camino que ambicionaremos seguir: el de María. Y nos sentiremos reconfortados en nuestro corazón cuando alguien con, o sin, la mejor voluntad, nos dedique también el mejor de sus consejos.