martes, 1 de marzo de 2022

Sin máscaras

            En muchos lugares se celebran, con gran arraigo popular, los carnavales. Son unos días de jolgorio y excesos en los que la gente supuestamente se prepara para afrontar las penitencias cuaresmales que, en otro tiempo, eran muchísimo más rigurosas que hoy. 

             En estos festejos suele ser habitual disfrazarse: un traje realizado o alquilado para la ocasión; una máscara; un antifaz; una buena careta; un vistoso maquillaje... todo vale para ocultar la verdadera personalidad y entregarse de una forma desinhibida a la diversión. Lástima que, por este motivo, aquella no siempre sea honesta y que, amparándose en el anonimato, todo "valga".

             Los cristianos, de una forma especial en este tiempo cuaresmal, estamos invitados, por el contrario, a quitarnos la máscara ante Dios, a revelarnos con nuestro auténtico rostro, si queremos que el Señor nos manifieste el suyo. Este esfuerzo por vivir en la verdad no es nada fácil, y trataremos de ilustrarlo con un ejemplo evangélico.


             En la parábola del fariseo y del publicano (Lc.18,9.14) Jesús nos presenta a dos personajes fuertemente caracterizados por su contraposición. Son dos hombres que acuden  al Templo a orar. Uno es fariseo, es decir, celoso y observante de la Ley; pertenece a un grupo religioso que ponía gran empeño en el cumplimiento de la Ley de Dios, hasta en sus más mínimas observancias. El otro es publicano, es decir, un recaudador de impuestos delegado del poder de ocupación romano y que, amparado por éste, procuraba hacer su negocio; considerado traidor y enemigo del pueblo, vivía de espaldas a la Ley y quedaba automáticamente excluido del culto de la sinagoga.

             Simplificando mucho si ustedes quieren: un hombre honrado y religioso; y un hombre malo y codicioso.

             Lo escandaloso es que Jesús pone como modelo al segundo. ¿Por qué? ¿Acaso el primero mentía cuando decía que no era como los demás  hombres, rapaces, injustos o adúlteros? ¿Acaso no era cierto que ayunaba dos veces por semana, y que daba como limosna el diezmo de todas sus ganancias? ¿O acaso el publicano no era tan malo como imaginábamos? Nada nos permite hacer conjeturas a este respecto, pero lo que nos muestra Jesús es más profundo.


             Fijémonos en la oración del fariseo. Por cinco veces dice "no soy"; en concreto, no soy como los demás; no soy rapaz; no soy injusto; no soy adúltero; no soy como ese publicano. Al terminar de escucharle ya sabemos quién no es, pero nos quedamos sin saber quién es

             Luego añade lo que hace: cosas buenas sin lugar a dudas, como ayunos y limosnas, y ambos abundantes. ¿Será que no es capaz de definirse sino por lo que hace, y se le escapa lo que realmente es?

             En cambio el publicano, mucho más brevemente, dice una sola vez "soy": "ten compasión de mí, porque soy pecador". Dos palabras han bastado. ¡Ya sabemos quién es! ¿Y qué hace? No lo detalla, pero nos lo imaginamos: ¡pecados! Quizás era rapaz, injusto, adúltero, y muchas cosas más...

             ¿Advierten ahora la diferencia? El fariseo se presentó con una máscara ante Dios, una máscara que permitía ver sólo quién no era; pero fue incapaz de descubrir su verdadero rostro o renunció a hacerlo.

             El publicano, en cambio, aceptó descubrir su verdadera personalidad, desnudar su corazón ante Dios. Y por eso le permitió a Él actuar justificándolo. Con el fariseo era imposible: Dios no podía ver de quién se trataba.

         Si estamos empeñados en buscar el rostro del Señor, el primer paso será descubrirle a Él el nuestro; realizar con valentía un doloroso viaje interior, desde la propia miseria a la misericordia infinita. Ojalá en esta Cuaresma nos atrevamos a emprenderlo. Ojalá entendamos así lo que nos dice san Pablo: "Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?" (Rm.8,33-34).