lunes, 2 de mayo de 2022

El Juego de Dios

        Hace algún tiempo leí una historia que me resultó conmovedora. Trata de un niño pequeño, nieto de un rabino judío, que jugaba con unos amiguitos de su edad. Uno de ellos se escondía para que los demás le buscaran y, una vez encontrado, le tocaba esconderse a otro. Así sucesivamente, todos eran buscadores y buscados.

Cuando le llegó el turno al nieto del rabino sus compañeros, bien porque fuera ya la hora de comer, bien porque se hubieran aburrido del juego, se marcharon a sus casa sin avisarle, dejándole escondido. Extrañado de que tardaran tanto en encontrarle salió y, al descubrir que estaba sólo y nadie le buscaba, lleno de congoja, se echó a llorar. Enseguida acudió a su abuelo en busca de consuelo. Éste al enterarse del motivo de sus lágrimas, exclamó enternecido: “Lo mismo que dice mi nieto dice mi Dios: Yo me escondo pero nadie quiere salir a buscarme”.

En este tiempo de Pascua, y en este mes de mayo, celebraremos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Y esta fiesta, en la que Jesús parece esconderse a nuestras miradas tras las nubes del cielo, creo que puede ser iluminada y reflexionada a partir del cuentecillo que acabamos de recordar.


Muchos hombres de nuestro tiempo sufren indeciblemente por el silencio y ausencia de Dios. ¿No podría Él darnos algún signo más evidente de su existencia y de su poder? ¿No podría manifestarnos más claramente su voluntad? ¿Acaso muchos males que aquejan al mundo no se solucionarían si Él hiciera acto de presencia, confundiendo a los que actúan mal? Son muchas las preguntas sin respuesta que se agolpan en nuestra mente, los interrogantes que no terminan por hallar una solución satisfactoria.

Pero quizás suceda que enfocamos mal la cuestión. La comunicación que se da al interior de toda relación interpersonal exige un margen suficiente de distancia, de alteridad. Es preciso un espacio libre que alternativamente ocupen uno y otro interlocutor; por eso los silencios son tan importantes como las palabras en un verdadero diálogo.

Acudamos a otro ejemplo que nos ayude a entender esto: en algunos juegos que consisten en colocar en un determinado orden ciertas fichas enmarcadas dentro de un bastidor, es imprescindible que quede siempre un hueco vacío que permita moverse a la ficha de un lado a otro y alcanzar así la posición exacta que debe ocupar.

Ahora bien, si Dios se hiciera presente de una manera visible, ¿quién sería capaz de dialogar con Él? ¿Quién no caería, mudo, postrado a sus pies? Y si Dios pronunciara palabras audibles a nuestro oído, ¿quién sería capaz de responderle libremente? ¿No quedaríamos sobrecogidos, incapaces de una acción moralmente válida, de un acto verdaderamente humano?

Dios se “retira”, adopta una presencia silenciosa e invisible, se hace “música callada” y “soledad sonora” -en expresión de San Juan de la Cruz- para dejarnos “mover ficha”: para que desde nuestra fe y esperanza seamos capaces de entrar en diálogo de amores con Él; para no aplastarnos con su grandeza, sino permitirnos darle el “sí” confiado a su voluntad, y ello desde el respeto profundo a nuestra libertad y autonomía.

        Es cierto que Dios se oculta, pero no se ausenta de nuestro mundo y de nuestras vidas. Él quiere fervientemente que entremos en su juego. Habiendo sido encontrados por Él, ahora a nosotros nos toca buscarle, llamarle a gritos; y gozarnos con la certeza dichosa de que “quién busca, encuentra, y al que llama se le abre” (Mt. 7, 7). Porque Él se esconde sólo para que le encuentre quien le busca con sincero corazón.

Con el salmista repetiremos pues sin cansarnos: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal. 26, 8-9). Y mientras vivamos en este valle de lágrimas, “en tinieblas y en sombra de muerte”, deberemos usar a menudo aquella palabra de la Amada del Cantar de los Cantares para llamarle: “Antes que sople la brisa del día y que las tinieblas se disipen, ¡VUELVE!” (Ct. 2,17).