domingo, 25 de febrero de 2024

 

LA IMPRESCINDIBLE COLABORACIÓN

    "Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oren, aunque haya muchas que predican". La frase es de san Claudio la Colombière (1641-1682), y cobra en nuestros días una actualidad insospechada, quizás mayor que en la época en que se escribió.

Muchos tenemos que poner la mano sobre el pecho y reconocernos cazados en esa sutil trampa de falta de confianza en Dios, en que consiste la "herejía de la acción", como fue bautizada hace ya un siglo. Y es que el problema se centra en encontrar el equilibrio adecuado entre la gratuidad de la acción de Dios, por una parte, y la imprescindible colaboración humana, por otra; y en determinar en qué consiste ésta última.

 

En el relato evangélico de la resurrección de la hija de Jairo (Mc.5,21-43), parece que Jesús sólo le exige una cosa al consternado padre: "No temas; basta que tengas fe".

Él no exige para actuar en nuestras vidas otra condición. Hay quienes colocan en el vértice de las cualidades cristianas, imprescindible para la perseverancia, la fuerza de voluntad. Y a su falta se achaca la tibieza en la vida espiritual.

Sin embargo, es suficiente con que Jairo esté abierto a la posibilidad de que Cristo pueda hacer algo por Él, con que le abra de par en par las puertas de su casa, para que el milagro se produzca.

La confianza traza los límites de la posibilidad de actuación del Señor. Cuando no existe, ocurre lo que le sucedió en su pueblo de Nazaret: que "no pudo hacer allí ningún milagro" por su falta de fe (Mc.6,5-6). No que los nazarenos fueran castigados por su incredulidad, sino que Jesús -literalmente- no pudo hacer nada por ellos.

 

Esta fe es la primera colaboración del hombre con la acción de Dios. Pero existe otra muy importante, sin la cual la primera resulta insuficiente.

En el mismo relato que comentamos existe un detalle prosaico, que contrasta con la grandiosidad del momento en que una muerta se levanta y echa a andar. Y es éste: que Jesús les mandó que dieran de comer a la niña.

Aquellos padres han posibilitado la recuperación de la vida de su hija con su confianza y con la acogida de Jesús. Pero la vida, que se ha dado como regalo, necesita ser conservada, alimentada, para que no vuelva a perderse: hay que dar de comer. Y esa tarea les corresponde a ellos

La intervención de Dios tiene que ser completada con la acción del hombre: este es su plan desde la Creación, cuando puso todo en manos de su criatura para que dominara sobre todo lo creado (Gn.1,28). La unión con Dios que propone la mística, siendo obra de la gracia,  presupone normalmente el esfuerzo del camino ascético. El gozo de la Pascua se prepara con la austeridad y penitencia cuaresmales.

No es lícito adoptar una actitud pasiva, que rechaza el esfuerzo, en aras de una mayor confianza; hay que poner todos los medios a nuestro alcance para no frustrar, con nuestra pereza y dejadez, el don de Dios. Y esto es así porque la fe es exigencia que remite a las obras.

Ciertas dicotomías en la vida espiritual -acción y contemplación; gracia y esfuerzo- se revelan falsas a poco que se las examine a la luz del Evangelio. Por eso nuestra atenta mirada al Corazón del Señor, deberá ir siempre acompañada de una consideración amorosa de sus manos y pies crucificados: silenciosa llamada a ofrecer nuestras personas al trabajo.

 

viernes, 19 de enero de 2024

 

AQUÍ ESTAMOS DE NUEVO

Soy un privilegiado, un gran privilegiado; lo reconozco. Desde el patio de mi casa puedo repetir con toda verdad lo que decía el autor de la “Imitación de Cristo”: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos, de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib.I, cap.XX).

Contemplo unos atardeceres bellísimos; veo brotar los tallos del limonero y madurar sus coloridos frutos; escucho el canto de los pájaros, las campanas de la parroquia del pueblo, el murmullo cantarino del agua que corre y el zumbido de los insectos. Aspiro el aroma de mi jardín, y el perfume de los jazmines y el azahar.

Y sin embargo, hace más de un año parece que la vida se detuvo. Las tinieblas más espesas aparecieron y la esperanza fue puesta a dura prueba. Los habituales seguidores de este modesto blog ya se dieron cuenta de que algo pasaba: ni siquiera en los meses dolorosos de 2021 en que padecí el covid había dejado de publicar aquí.

 Supliqué oraciones pero guarde silencio; continué lo mejor posible el desempeño de mis obligaciones pastorales y aguardé el momento de Dios. Un momento que nos hace anhelar su presencia y salvación con la mayor intensidad.

Desde hace algunos meses ya puedo rezar con el salmista: “Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor de mi alma” (Sal.137,3). Y continuando con el mismo salmo: “te doy gracias, Señor, de todo corazón”, “tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”.

Y es la gran lección. En medio de la más terrible opresión y angustia me he dado cuenta de que basta con doblar las rodillas y cerrar los ojos para contemplar un horizonte tan vasto, sobrecogedor, y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera haber imaginado que existiera.  Ahora cada día entraña una aventura nueva, aunque el paladar espiritual se queje, ávido de otros manjares más dulces y ligeros

Ya te has dado cuenta, querido lector, que el nombre de ese horizonte infinito y liberador es Dios, y que la aventura -quizá la única aventura real que nos sea dado vivir en el siglo XXI- se llama contemplación.

Nos puede consolar el tener por delante una eternidad para ir descubriéndolo, conociéndolo, amándolo.

 

Por eso retomo el blog con una finalidad bien sencilla. Con palabras de Ramón Llul (Lulio) en su “Libro de amigo y Amado”, y con su mismo objetivo: para “multiplicar el fervor y la devoción entre los ermitaños, a quienes quería enamorar de Dios.

Si leen sus anteriores entradas, y navegan por las distintas pestañas que tiene, verán que se trata de reflexiones que sólo encuentran su inspiración en la Palabra de Dios; una Palabra escuchada, meditada, rumiada o contemplada, ya en el silencio, ya en el vértigo de la vida, desde el séptimo cielo, o desde el más profundo abismo. Una Palabra que es la única guía segura con la que uno puede adentrarse en la aventura de la vida interior.

Ojalá nos ayuden a todos a “enamorarnos de Dios”.

domingo, 3 de julio de 2022

Espiritualidad del caminante

            La reciente peregrinación que he tenido la suerte de poder realizar a Tierra Santa el pasado mes de junio, organizada por una parroquia de la diócesis de Getafe, y en compañía de excelentes compañeros, sacerdotes y laicos, ha sido una bellísima y profunda experiencia espiritual sobre la que merece la pena profundizar.

             Peregrinar es una obra penitencial; el peregrino pone a prueba su resistencia, caminando de un lugar a otro, soportando calores y frío en ocasiones, falta de sueño, sed, imprevistos… abandonado en las manos de la Providencia y en manos de sus hermanos.

             Peregrinar es también una forma de orar (alguien ha hablado de "rezar con los pies"), pero sobre todo de expresar simbólicamente lo que tiene que ser nuestra vida: una marcha esforzada y continua hacia Dios, donde cada instante y cada lugar encierran algo "santo", una sorpresa inesperada. Donde el fruto no es siempre el que uno pensaba obtener, porque es Dios quien toma la dirección, y sus caminos “no son nuestros caminos”. No olvidemos que ahora, en todas partes y en todo momento, está tendida la "escala de Jacob" (Gen. 18, 12-19), ésa que mantenía en abierta comunicación al cielo con la tierra. 

             Peregrinar es realizar una marcha donde se distinguen etapas y donde se efectúan visitas. O mejor dicho, se reciben visitas del Señor, que no cesa de salir a nuestro encuentro para salvarnos de los enemigos, para ser nuestro descanso en la fatiga (Mt. 11,28), para alimentarnos con un pan del cielo (Jn.6, 32-35), y darnos a beber un agua viva que apaga definitivamente la sed (Jn.4, 13-14).

             Así es exactamente una peregrinación a los Santos Lugares.


             Pero no basta caminar, porque los caminos pueden estar bien o mal orientados. Les pongo algunos ejemplos de caminos mal orientados que tendríamos que examinar si seguimos:

             -el camino de DAMASCO (Hch. 9,1-2), que es el camino que recorrió Saulo de Tarso (antes de ser san Pablo), en busca de cristianos a quienes llevar prisioneros a Jerusalén. Es un camino de agresividad, de violencia, de persecución. Exactamente el que algunos siguen por medio de la crítica despiadada, de la murmuración, del rencor alimentado...

             -el camino de NAIM (Lc. 7,11-13), que es el de aquella viuda que llevaba a enterrar a su hijo único. Es camino de dolor inconsolable, de sufrimiento intenso, de depresión, de soledad (a pesar de ir acompañada por todo el pueblo, ¿qué mayor soledad que haber perdido a quienes más quería: esposo e hijo?). Camino que también seguimos a veces, sin hacer gran cosa por salir de él, no ahondando en la esperanza que llena nuestra vida: la fe en Jesús resucitado.

             -el camino de EMAÚS (Lc.24,13-25), que es el de aquellos discípulos que regresaban decepcionados a sus casas tras la muerte del Señor. Es el camino de la desilusión, de la pérdida de ganas y empuje, que siguen quienes se figuran que las cosas tenían que ir de otra manera: a su gusto. El camino de los que se cansan fácilmente, de los que no perseveran asustados ante la más mínima dificultad.

             -el camino de JERICÓ (Lc.18,35-42), que es el de aquel ciego que pedía limosna sentado. El camino de los que comienzan a no ver nada claro; de los que dudan incluso sobre cuestiones fundamentales; de quienes viven sin luz. El camino de quienes se sientan en su orilla negándose a avanzar, porque para ello querrían unas seguridades que no pueden tener...

             Peregrinar no es caminar sin rumbo, ni abandonar sin más la ruta equivocada, sino rectificarla. Ser capaces de reorientarnos cuando sea necesario volviendo nuestros pasos hacia JERUSALÉN, que es "ciudad de paz", ciudad del consuelo y la bendición de Dios, y cuna de la Iglesia de Jesús.

             Peregrinar, por último, es emprender el camino de AIN-KAREN, es decir, el camino de la Visitación de María, cuando fue a un pueblo de la montaña de Judá a visitar a su pariente Isabel (Lc. 1,39-45).

             Es un camino difícil y esforzado (todos los caminos que suben a la montaña lo son y este no es una excepción, como tuvimos ocasión de comprobarlo in situ mis compañeros y yo), pero vale la pena emprenderlo, porque es camino:

             -de FE: "dichosa tú que has creído..."

             -de ALABANZA: "proclama mi alma la grandeza del Señor..."    

             -de SERVICIO: "permaneció en casa de Isabel unos tres meses..."

             -de HUMILDAD: "se ha fijado en la humildad de su esclava..."


             ¡Ojalá que todos, por la misericordia de Dios, seamos capaces de entrar por él!

jueves, 2 de junio de 2022

Soltarse de manos

         El mes de junio es el mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, cuya solemnidad celebraremos el próximo día 24. Y casi todos mis lectores habrán aprendido desde pequeños esta milagrosa jaculatoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”.

         Han pasado los años y conviene ahora que reflexionemos acerca de la verdad de lo que decimos en la oración.

         Conozco el caso verídico de un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, a quien su madre cada día desnudaba y ponía el pijama antes de acostarlo. En invierno lo hacía junto a la chimenea encendida, para que no pasara frío. Durante algún tiempo observó con extrañeza cómo su hijo, durante esta operación diaria, se agarraba con una manita al brazo de la mecedora en que estaban sentados. Cuando ella intentaba sacarle el brazo de la manga del jersey o de la camisa, no lo conseguía mientras el niño no lograba asirse bien con la otra mano que tenía libre. Y así sucesivamente, de forma que la operación se realizaba con mucho trabajo porque él no consentía en quedarse nunca suelto de manos.

         Al cabo de mucho tiempo logró de su hijo una explicación a tan sorprendente conducta. Se trataba de que el niño abrigaba una terrible fantasía: la de que, tal vez, su madre podría arrojarlo en un momento de locura a las llamas. Por miedo a que lo hiciera no se arriesgaba a quedar suelto, a merced de los "impulsos criminales" de su madre; en el asiento tenía su seguridad, más que en los brazos de quien lo había dado a luz y lo cuidaba.

         Por supuesto que aquel niño quería a su madre y se sentía querido por ella. Igualmente se fiaba de ella y, como todos los de su edad, acudía a su madre en sus necesidades. Pero, ¿qué pasaría si...?

         Ni que decir tiene que a su madre no le gustó nada tan disparatada imaginación.

         Pero pasemos de lo excepcional, de lo anecdótico aunque sea real, a lo más ordinario y usual. Porque todos nosotros, antes o después, actuamos como ese niño en nuestra relación con Dios. 

         Amamos a nuestro Padre Dios,  y nos sentimos amados por Él.  Igualmente repetimos con frecuencia nuestra jaculatoria: "Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío". Pero al final terminamos fiándonos más de la "mecedora" y de nuestro esfuerzo, que de sus brazos llenos de ternura.

         Porque fiarnos plena, completa y perfectamente de Dios nos resulta muy difícil. Ciertamente creemos que Dios es quien vela providencialmente por nosotros, y tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza; quien nos dice que, aunque las madres llegaran a olvidarse de sus niños de pecho, Él jamás nos olvidaría. Y también creemos que Jesucristo es quien se presentó como médico de nuestras miserias, afirmando de sí mismo que no había venido a juzgar ni a condenar, sino a salvar; quien nos invitó a acudir a Él, a los que estábamos cansados y agobiados, para encontrar descanso; quien terminó revelándonos el fundamento de nuestra esperanza: "No temas, rebañito pequeño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino" (Lc.12,32).

         Todo eso está MUY BIEN, dicen muchos, pero, ¿Y SI...?

         Como tratamos de hacernos un Dios a nuestra medida, y somos bastante mezquinos, al igual que el niño de nuestra historia, en nuestra relación con Dios no nos atrevemos a soltarnos de ambas manos. Dios es un Padre bueno, y Jesús un "amigo que nunca falla"... pero nos gusta permanecer agarrados a algo. 

         ¿Cuál es esa "mecedora" que no nos gusta soltar, por si acaso?

         -algunos ponen la seguridad en las cosas materiales, en el tener: tener dinero ahorrado para los imprevistos ("no os preocupéis del mañana..."); tener buena cobertura médica para cuidarse ("mirad las aves del cielo...");  tener unos estudios ("te doy gracias Padre porque estas cosas las has ocultado a los sabios y entendidos..."); tener amistades influyentes ("todos os odiarán por mi causa..."). Y lo que son medios se convierten en fines en sí mismos, en metas de la vida que, de tal manera centran la atención, que hacen a algunos olvidarse del Único necesario.

         -otros ponen la seguridad en su propia "santidad": una santidad alcanzada al buen precio de una vida moral intachable o, a veces, de devociones, ritos y cumplimientos muy exactos ("te doy gracias porque no soy como los demás... ayuno dos veces por semana, pago el diezmo...").

         Etc, etc.  

         Terminemos preguntándonos: el mejor homenaje que este mes de Junio podríamos tributar al Corazón de Jesús, ¿no será acaso el de "soltarnos de ambas manos" con Él? Al lector inteligente corresponde el determinar cómo podría hacerlo.

 


lunes, 2 de mayo de 2022

El Juego de Dios

        Hace algún tiempo leí una historia que me resultó conmovedora. Trata de un niño pequeño, nieto de un rabino judío, que jugaba con unos amiguitos de su edad. Uno de ellos se escondía para que los demás le buscaran y, una vez encontrado, le tocaba esconderse a otro. Así sucesivamente, todos eran buscadores y buscados.

Cuando le llegó el turno al nieto del rabino sus compañeros, bien porque fuera ya la hora de comer, bien porque se hubieran aburrido del juego, se marcharon a sus casa sin avisarle, dejándole escondido. Extrañado de que tardaran tanto en encontrarle salió y, al descubrir que estaba sólo y nadie le buscaba, lleno de congoja, se echó a llorar. Enseguida acudió a su abuelo en busca de consuelo. Éste al enterarse del motivo de sus lágrimas, exclamó enternecido: “Lo mismo que dice mi nieto dice mi Dios: Yo me escondo pero nadie quiere salir a buscarme”.

En este tiempo de Pascua, y en este mes de mayo, celebraremos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Y esta fiesta, en la que Jesús parece esconderse a nuestras miradas tras las nubes del cielo, creo que puede ser iluminada y reflexionada a partir del cuentecillo que acabamos de recordar.


Muchos hombres de nuestro tiempo sufren indeciblemente por el silencio y ausencia de Dios. ¿No podría Él darnos algún signo más evidente de su existencia y de su poder? ¿No podría manifestarnos más claramente su voluntad? ¿Acaso muchos males que aquejan al mundo no se solucionarían si Él hiciera acto de presencia, confundiendo a los que actúan mal? Son muchas las preguntas sin respuesta que se agolpan en nuestra mente, los interrogantes que no terminan por hallar una solución satisfactoria.

Pero quizás suceda que enfocamos mal la cuestión. La comunicación que se da al interior de toda relación interpersonal exige un margen suficiente de distancia, de alteridad. Es preciso un espacio libre que alternativamente ocupen uno y otro interlocutor; por eso los silencios son tan importantes como las palabras en un verdadero diálogo.

Acudamos a otro ejemplo que nos ayude a entender esto: en algunos juegos que consisten en colocar en un determinado orden ciertas fichas enmarcadas dentro de un bastidor, es imprescindible que quede siempre un hueco vacío que permita moverse a la ficha de un lado a otro y alcanzar así la posición exacta que debe ocupar.

Ahora bien, si Dios se hiciera presente de una manera visible, ¿quién sería capaz de dialogar con Él? ¿Quién no caería, mudo, postrado a sus pies? Y si Dios pronunciara palabras audibles a nuestro oído, ¿quién sería capaz de responderle libremente? ¿No quedaríamos sobrecogidos, incapaces de una acción moralmente válida, de un acto verdaderamente humano?

Dios se “retira”, adopta una presencia silenciosa e invisible, se hace “música callada” y “soledad sonora” -en expresión de San Juan de la Cruz- para dejarnos “mover ficha”: para que desde nuestra fe y esperanza seamos capaces de entrar en diálogo de amores con Él; para no aplastarnos con su grandeza, sino permitirnos darle el “sí” confiado a su voluntad, y ello desde el respeto profundo a nuestra libertad y autonomía.

        Es cierto que Dios se oculta, pero no se ausenta de nuestro mundo y de nuestras vidas. Él quiere fervientemente que entremos en su juego. Habiendo sido encontrados por Él, ahora a nosotros nos toca buscarle, llamarle a gritos; y gozarnos con la certeza dichosa de que “quién busca, encuentra, y al que llama se le abre” (Mt. 7, 7). Porque Él se esconde sólo para que le encuentre quien le busca con sincero corazón.

Con el salmista repetiremos pues sin cansarnos: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal. 26, 8-9). Y mientras vivamos en este valle de lágrimas, “en tinieblas y en sombra de muerte”, deberemos usar a menudo aquella palabra de la Amada del Cantar de los Cantares para llamarle: “Antes que sople la brisa del día y que las tinieblas se disipen, ¡VUELVE!” (Ct. 2,17).



viernes, 1 de abril de 2022

El hombre propone...

Un refrán castellano afirma que "el hombre propone y Dios dispone". Sin embargo, cuando vemos nuestro mundo asolado por tantas calamidades, uno se pregunta si Dios dispone realmente estas cosas. Por ejemplo, que en tiempo de pandemia se exacerbe la desconfianza mutua, y se estimule el egoísta “sálvese quien pueda” que ha permitido que tantos ancianos fallecieran en la más terrible soledad y abandono, y tantas otras personas de todas las edades lo hicieran sin el auxilio de los sacramentos de la Iglesia. Que una guerra cruel ensangrentara de nuevo el suelo de la vieja Europa, con la secuela de miles o millones de refugiados y una crisis económica que no ha hecho sino apuntar. Que los intereses inconfesables de los poderosos de este mundo, arrojara a millones de personas y a pueblos enteros a la más estrecha pobreza. Que el aborto, un “crimen abominable” según todos los últimos Romanos Pontífices, se erija en uno de los irrenunciables derechos humanos, y se persiga con saña a cualquiera que se oponga, incluso con la oración, a semejante maldad. Que se prefiera ahorrar el dinero de cuidados paliativos para los enfermos incurables y se les ofrezca a cambio, como única alternativa viable para los que no son ricos, la eutanasia. Etc., etc.

A primera vista parece que el refrán con que comenzamos este artículo contiene más verdad enunciado de una forma inversa. Es decir: "Dios propone y el hombre dispone". Y de esta manera Dios propone los Diez Mandamientos, por ejemplo, y el hombre dispone si los cumple o no; Dios propone la vida, propone el hermano, propone la compasión... Y el hombre, cuando quiere, dispone la muerte, el enemigo, la desconfianza y el odio.

Entonces surgen nuevas preguntas en nuestro horizonte. Si es el hombre quien dispone ¿dónde queda la Omnipotencia de Dios?, ¿en qué sentido afirmamos que Dios "lo puede todo"?


Por "poder" se entiende, habitualmente, la capacidad de alguien para imponer su voluntad. De esta manera:

-hay un poder económico por medio del cual uno puede poner a otros hombres (o pueblos) a su servicio, utilizando su fuerza, su inteligencia y su capacidad de trabajo en provecho propio; 

-hay un poder político por medio del cual uno puede configurar la organización social según sus propias convicciones, imponiendo leyes, ordenando impuestos, limitando libertades, etc.; 

-hay un poder militar mediante el que se frenan las ambiciones de los países vecinos, o por medio del cual se ejerce presión en el plano internacional para conseguir unos fines precisos como por ejemplo obtener riquezas, alcanzar mayor seguridad propia, o restablecer la paz entre países beligerantes, imponiéndola a las partes, aunque éstas no quieran.

En el fondo, como podemos comprobar, este tipo de poder es siempre manipulador. Y aquí es cuando conviene establecer una diferencia con el Poder de Dios, ese Poder del que muchos ya desconfían abiertamente.

El Poder de Dios es el poder del Amor, no el del dinero, o el de los votos, o el de las armas. El gran Poder de Dios no es un poder manipulador, sino un poder liberador, un poder que nos hace libres con la libertad de los hijos, con una libertad divina. Un Poder que no crea esclavos, sino hijos semejantes al Padre.

Ese Poder de Dios se manifestó al mundo envuelto en debilidad humana: pobreza, insignificancia, anonimato... "Pero a cuantos le recibieron” -dice san Juan en el prólogo a su Evangelio (1,12)- “les dio potestad de ser hijos de Dios".


No obstante hemos de comprender que el amor es impotente si no es correspondido, y  por ello el Poder de Dios no despliega su admirable virtud si no es aceptado en la fe y en el amor, y entonces puede llegar a producir los más extraordinarios milagros. Este es el designio divino desde la eternidad.

Dios no cesa de proponernos su voluntad amorosa, no se cansa de invitarnos a que aceptemos de corazón su Reinado sobre nuestras vidas y sobre nuestro mundo. Y quizás también se lamenta, como un día hizo frente a Jerusalén: "¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!" (Lc.13,34).

El fracaso de Jesús en su misión respecto a Jerusalén nos ayuda a ver hasta qué punto es cierto este nuevo refrán de que es "Dios quien propone, y el hombre el que dispone".

Dios no "tiene suerte por poderlo todo", como afirmaba un niño pequeño, y como piensan muchos mayores. Por eso no ambicionamos tampoco para nosotros ese éxito mundano que Él no siempre obtuvo. Simplemente, en el gozoso tiempo pascual que comenzaremos este mes, invocamos repetidamente la fuerza del Resucitado, es decir, la gracia que desborda del Corazón de Cristo ("así como del sol descienden los rayos, y de la fuente las aguas" dice san Ignacio en sus “Ejercicios espirituales” nº 237), para que nos inunde con su luz y vengamos a ser "perfectos en el amor".


martes, 1 de marzo de 2022

Sin máscaras

            En muchos lugares se celebran, con gran arraigo popular, los carnavales. Son unos días de jolgorio y excesos en los que la gente supuestamente se prepara para afrontar las penitencias cuaresmales que, en otro tiempo, eran muchísimo más rigurosas que hoy. 

             En estos festejos suele ser habitual disfrazarse: un traje realizado o alquilado para la ocasión; una máscara; un antifaz; una buena careta; un vistoso maquillaje... todo vale para ocultar la verdadera personalidad y entregarse de una forma desinhibida a la diversión. Lástima que, por este motivo, aquella no siempre sea honesta y que, amparándose en el anonimato, todo "valga".

             Los cristianos, de una forma especial en este tiempo cuaresmal, estamos invitados, por el contrario, a quitarnos la máscara ante Dios, a revelarnos con nuestro auténtico rostro, si queremos que el Señor nos manifieste el suyo. Este esfuerzo por vivir en la verdad no es nada fácil, y trataremos de ilustrarlo con un ejemplo evangélico.


             En la parábola del fariseo y del publicano (Lc.18,9.14) Jesús nos presenta a dos personajes fuertemente caracterizados por su contraposición. Son dos hombres que acuden  al Templo a orar. Uno es fariseo, es decir, celoso y observante de la Ley; pertenece a un grupo religioso que ponía gran empeño en el cumplimiento de la Ley de Dios, hasta en sus más mínimas observancias. El otro es publicano, es decir, un recaudador de impuestos delegado del poder de ocupación romano y que, amparado por éste, procuraba hacer su negocio; considerado traidor y enemigo del pueblo, vivía de espaldas a la Ley y quedaba automáticamente excluido del culto de la sinagoga.

             Simplificando mucho si ustedes quieren: un hombre honrado y religioso; y un hombre malo y codicioso.

             Lo escandaloso es que Jesús pone como modelo al segundo. ¿Por qué? ¿Acaso el primero mentía cuando decía que no era como los demás  hombres, rapaces, injustos o adúlteros? ¿Acaso no era cierto que ayunaba dos veces por semana, y que daba como limosna el diezmo de todas sus ganancias? ¿O acaso el publicano no era tan malo como imaginábamos? Nada nos permite hacer conjeturas a este respecto, pero lo que nos muestra Jesús es más profundo.


             Fijémonos en la oración del fariseo. Por cinco veces dice "no soy"; en concreto, no soy como los demás; no soy rapaz; no soy injusto; no soy adúltero; no soy como ese publicano. Al terminar de escucharle ya sabemos quién no es, pero nos quedamos sin saber quién es

             Luego añade lo que hace: cosas buenas sin lugar a dudas, como ayunos y limosnas, y ambos abundantes. ¿Será que no es capaz de definirse sino por lo que hace, y se le escapa lo que realmente es?

             En cambio el publicano, mucho más brevemente, dice una sola vez "soy": "ten compasión de mí, porque soy pecador". Dos palabras han bastado. ¡Ya sabemos quién es! ¿Y qué hace? No lo detalla, pero nos lo imaginamos: ¡pecados! Quizás era rapaz, injusto, adúltero, y muchas cosas más...

             ¿Advierten ahora la diferencia? El fariseo se presentó con una máscara ante Dios, una máscara que permitía ver sólo quién no era; pero fue incapaz de descubrir su verdadero rostro o renunció a hacerlo.

             El publicano, en cambio, aceptó descubrir su verdadera personalidad, desnudar su corazón ante Dios. Y por eso le permitió a Él actuar justificándolo. Con el fariseo era imposible: Dios no podía ver de quién se trataba.

         Si estamos empeñados en buscar el rostro del Señor, el primer paso será descubrirle a Él el nuestro; realizar con valentía un doloroso viaje interior, desde la propia miseria a la misericordia infinita. Ojalá en esta Cuaresma nos atrevamos a emprenderlo. Ojalá entendamos así lo que nos dice san Pablo: "Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?" (Rm.8,33-34).


martes, 1 de febrero de 2022

A vueltas con el Antiguo Testamento

El mes pasado, en mi programa de Radio María Palabra y Vida, tuve que enfrentarme a la tremenda dificultad de comentar y explicar un texto difícil del primer libro de Samuel (1Sam 15,16-23). Se refería a la orden dada por Dios al rey Saúl de que consagrara al exterminio a los amalecitas. Una orden terrible cuyo incumplimiento llevó a que Dios le retirara su favor y otorgara la corona a David. La gran pregunta que uno puede hacerse es: ¿es posible que Dios ordenara semejante cosa a Saúl? El problema es bastante complejo y yo quiero responder, desde luego, desde la más estricta ortodoxia católica.


La Palabra de Dios ni puede equivocarse, ni está escrita para confundirnos. Pero vamos a hacer dos observaciones. En primer lugar, la Palabra de Dios tiene un doble autor: uno humano y otro divino. El autor divino es el Espíritu Santo que la inspira para que nos hable autorizadamente de Dios, y para que nos ayude a entenderle y poder así cumplir su voluntad. También en ella Dios nos habla de nosotros mismos y de lo que espera de nosotros.

Este autor divino no puede equivocarse, aunque el autor humano (el profeta)  si pueda hacerlo en cierto tipo de cosas. Por eso a veces en la Palabra de Dios encontramos errores en ciertas explicaciones científicas que se proponen, o equivocaciones en cuanto a fecha. Las equivocaciones históricas o científicas o psicológicas son atribuibles al autor humano, nunca a Dios que no se propuso instruirnos sobre estos temas en la Biblia. 

El texto sagrado, además, nos ofrece en ocasiones la visión que tiene el hombre respecto a Dios. Por eso, a veces, son textos que nos presentan una imagen de Dios que nos resulta inquietante en cuanto demasiado humana: un Dios que se irrita, que se deja llevar por la ira, la cólera, los deseos de venganza…

         Nosotros sabemos que la ira es una pasión humana (y un pecado capital). Por eso es un poco extraño leer que Dios se deja arrebatar por ella. Y sin embargo recordar al autor humano, que nos está ofreciendo la imagen que de Dios a veces tienen los hombres, puede tranquilizarnos. 

Igualmente hay que recordar que el texto bíblico nos ofrece la imagen que Dios tiene de los hombres, ya que detrás está tanto un hombre que habla de Dios, como un Dios que nos habla de los hombres. Y aquí la habilidad del autor se muestra más certera porque nos describe a nosotros perfectamente como somos, con nuestras incoherencias, con nuestras maldades, con nuestros pecados, con nuestra ignorancia, que el autor divino no suprime totalmente.


Hay religiones que tienen libros sagrados que dicen ser dictados enteramente por Dios y en los que el autor humano no tiene ninguna importancia porque es un simple amanuense. Pero la Biblia no fue escrita así sino que la enseñanza católica acepta su doble autoría: humana y divina. Lo mismo que el Hijo de Dios, Cristo nuestro Señor, es Dios y Hombre verdadero –y eso escandalizó a muchos que terminaron negando, o bien su humanidad o bien su divinidad– no podemos escandalizarnos de que la palabra de Dios tenga un autor humano y un autor divino. 

¿Qué más ocurre? Los textos de la Palabra de Dios están escritos mucho después de que sucedieran los hechos narrados en ella, y a veces el autor humano trata de indagar su sentido desde el plan de Dios. Es difícil de entender, por ejemplo, que a Saúl simplemente se le reprobara por no haber consagrado al exterminio al pueblo amalecita, y en cambio David, que cayó en el asesinato, en la rapiña y en el adulterio, no fuera rechazado por Dios, sino que el Señor aceptara una y otra vez su arrepentimiento perdonándole siempre. 

En el autor humano, que reflexiona por qué pasó esto, está el deseo muy legítimo de encontrar una explicación de por qué Saúl fracasó, por qué terminó siendo derrotado en la batalla contra los filisteos y muriendo. La única posible, estando dado que era el ungido del Señor, es que Dios lo rechazó. ¿Qué pecados evidentes hubo en la vida de Saúl? Quizás sus celos frente a David, y quizás esta orden que le había dado Dios y que él no habría cumplido exactamente. ¡Pues aquí está el motivo!, y así nos lo explica el autor sagrado


Pero ahora vamos a enfrentarnos a la cuestión más espinosa, ¿entonces Dios quería el exterminio de todas aquellas personas, muchas de ellas indefensas, capturadas en la batalla, incluidos niños y mujeres? Dios ¿podía querer realmente eso? Yo les doy la respuesta con total claridad y contundencia, y la respuesta es NO.

Sabemos que todo el Antiguo Testamento tiene una clave de lectura y de interpretación, y esa clave de lectura y de interpretación es Jesucristo nuestro Señor. Y son los textos del Evangelio y del Nuevo Testamento los que nos ayudan a entender y a interpretar el Antiguo Testamento. ¿Acaso Jesús en el Evangelio no realizó Él mismo esta interpretación necesaria, descubriendo lo que había en el corazón de Dios, cuando repitió en el sermón de la montaña tantas veces aquello de “habéis oído que se dijo a los antiguos…  pero yo os digo…” 

Por ejemplo “habéis oído que se dijo a los antiguos «ojo por ojo y diente por diente», pero yo os digo, no hagáis frente al que os agravia, y si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda”.  Jesús nos da aquí  a conocer claramente cuál es la voluntad de Dios a este respecto.

¿Qué es lo que hay de verdad entonces en este texto escandaloso de 1º Samuel? Pues que la voluntad de Dios era que el pueblo de Israel no buscara caminos intermedios, no pactara con sus enemigos, porque esos enemigos lo eran de su fidelidad a Dios; que Amalec iba a ser una constante tentación en la vida de Israel. 

Y esa enseñanza sigue siendo válida. Dios no quiere que se pacte con los enemigos. Dios no quiere que yo hoy pacte con el mundo y trate de buscar, por una parte ser políticamente correcto y estar de acuerdo con todos, y por otra y al mismo tiempo ser fiel a Jesucristo. No es posible servir a dos señores, ni se puede servir al dinero y a Dios, ni se puede servir al mundo y a Dios, ni se puede servir a la carne y a Dios, y uno no puede convertirse en súbdito del príncipe de este mundo, que es el diablo, y al mismo tiempo pretender ser siervo y amigo del Señor. 

No, nada de tibieza. Dios nos quiere siempre en esa decisión tajante, radical: con Él y contra sus enemigos.

Para el pueblo de Israel, en aquel momento, los amalecitas eran sus enemigos, y entonces se debía de estar en contra de ellos de esa forma radical, hasta exterminarlos. ¿Lo quería Dios? Literalmente no. ¿Lo entendió así incluso un hombre de Dios como podía ser Samuel? Sí, así pudo entenderlo perfectamente. En el fondo tenía razón: había comprendido lo que Dios quería, pero no la forma en que Dios lo quería, que el rechazo de Israel al mundo, al demonio y a la carne fuera de ese modo.


No sé si ustedes me comprenden, pero yo de ninguna manera me estoy oponiendo a la inerrancia ni a la inspiración de la Sagrada Escritura. Al contrario, estoy en ese sentido defendiendo a Dios de posibles malas interpretaciones, porque Dios no ha cambiado del Antiguo al Nuevo Testamento. Yo no caigo en la herejía de algunos que rechazaron el Antiguo Testamento porque lo veían incompatible con el Nuevo, afirmando que en Nuevo Testamento se manifestaba un Dios que era amor y en el Antiguo uno muy distinto y por eso había que rechazarlo. Ni mucho menos. El Antiguo Testamento, incluso en estos textos difíciles, nos está enseñando verdaderamente lo que Dios quiere de nosotros, lo que Dios espera de nosotros. Pero Él nos ha dejado y nos ha enviado a su Hijo Jesucristo como Maestro para todos los hombres, como víctima de propiciación por nuestros pecados, para ayudarnos a abrir los ojos y entender. 

El texto veterotestamentario nos está dando también un diagnóstico, una radiografía, de cómo son los hombres de todos los tiempos y cómo ellos no encuentran otra solución, a veces, que la violencia, el derramamiento de sangre...

        Y esto se puede decir de todos, también de los miembros del pueblo de Dios, porque el pueblo de Dios es santo ya que el Cordero Inocente derramó Su sangre para purificarlo y limpiarlo de todo pecado; pero los miembros del pueblo de Dios somos pecadores y muchas veces estamos cegados por las pasiones, por los pecados, y no siempre sabemos hablar bien de Dios porque no nos tomamos el tiempo de pedirle al Señor que nos ilumine, que nos dé su Corazón para ayudarnos a entenderle.

A veces caemos en perplejidades que nos llevan finalmente a dudar de todo y a pensar que la Palabra de Dios puede ser puesta en entredicho: incluso las palabras de los evangelistas o de san Pablo, o del Apocalipsis… Vamos a tratar de entenderla con sensatez, vamos a captar su mensaje y a convertirnos llevando este mensaje a la vida.


sábado, 1 de enero de 2022

Un problema del Señor

                    En cierta ocasión una persona se me quejaba con amargura de sus muchas experiencias de derrota. En su particular “combate de la fe” le parecía que siempre llevaba la peor parte. En concreto enumeraba tantos buenos propósitos que había incumplido; tantas ocasiones de merecer que había desperdiciado; tantas tentaciones en las que había caído con lúcida conciencia; tantos autoengaños que había aceptado para justificarse ante sí y ante los demás... 

                    Toda su vida espiritual le parecía un erial en el que no alentaba la vida, un inútil esfuerzo, un “quiero pero no puedo” y, a veces, hasta un simple “no quiero”. Por eso, muy desanimada, comenzaba a preguntarse si merecían la pena sus esfuerzos cuando alcanzaban tan poco fruto. Más aún, la fatiga del combate, unida a tan desalentadores resultados, la hacían vacilar ante el sentido de muchas cosas que en otro tiempo aceptaba como indiscutibles, como por ejemplo el sacramento de la reconciliación.


                    Además de consolar a esta persona me pareció que la situación podría ser lo suficientemente usual y grave como para que mereciera la pena hacer una reflexión que ayudara a otras personas en sus mismas circunstancias.

                    Me gusta recordar lo que dice Job que ha de ser la vida del creyente: "¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra?" (Jb.7,1 ). Y cómo Pablo en la carta a los Efesios afirma que nuestros enemigos son terribles e invisibles, no sólo “la carne y la sangre” sino “los Principados”, “las Potestades”, “los Dominadores de este mundo tenebroso”, “los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef. 6,12).

                    Ciertamente, ante semejantes adversarios no es difícil que nos invada el desánimo. Recordemos cómo, en el episodio de los discípulos de Emaús (Lc.24,1 ss), se reflejan unas actitudes que muy bien podrían ser las mismas nuestras: tristeza y dolor profundo, soledad, desencanto, ceguera... 

                    Es la sensación de que no podemos, de que no somos capaces, de que la tarea supera con mucho nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, hemos de buscar la respuesta y la ayuda en la Palabra de Dios.


                    Hay un versículo de un salmo que nos puede dar la clave. En él su autor suplica: "Pelea, Señor, contra los que me atacan; guerrea contra los que me hacen guerra" (Sal. 34,1).

                    El salmista presupone una situación conflictiva, de lucha. Pero hace una afirmación sorprendente: la pelea debe ser el Señor quien la libre; es Él quien debe guerrear contra mis enemigos: las tentaciones que me asaltan y las pasiones que me dominan. Su petición es una aceptación confiada de la propia y radical debilidad, de la pobreza e incapacidad de la naturaleza humana; y al mismo tiempo un grito de confianza.

                    Hay una lógica profunda en esta invocación; si mi vida es del Señor, si realmente yo se la entregué en mi bautismo, y renuevo diaria y conscientemente mi consagración a Él, entonces mis problemas ¡no son mis problemas!: son problemas del Señor.

                    Él me ha aceptado con mis virtudes y capacidades, pero también con mis defectos y debilidades, ¡con todo! Me conocía perfectamente: sabía lo que hacía y lo que podía esperar de mí al aceptarme.

                    Para expresar que su confianza estaba toda en el Señor, los israelitas hacían una curiosa promesa, una extraña profesión de fe,  por medio del profeta Oseas: "no montaremos más ya a caballo" (Os.14,4); es decir, renunciaban a usar esa poderosa arma de guerra que era el caballo, animal extraño en la vida cotidiana de Israel, para esperar que su defensa y salvación viniera totalmente de Dios.

                    ¿Por qué no podríamos hacer nosotros lo mismo? ¿No avanzaríamos mucho más si dejáramos la responsabilidad de nuestra defensa en sus manos, más que en las propias fuerzas? ¿No nos sería más eficaz suplicar como Moisés (Ex.17,9-13), que combatir empuñando personalmente las armas?

                    Y puesto que celebramos con gozo en cada Santa Misa que Jesús rompió definitivamente las ataduras del pecado y de la muerte, podemos continuar rezando con el mismo salmo: "Levántate y ven en mi auxilio...; di a mi alma: yo soy tu victoria" (Sal. 34, 2-3).

miércoles, 1 de diciembre de 2021

La Señal

             Conforme uno va leyendo y releyendo la Sagrada Escritura encuentra en ella perlas preciosas, cada una de las cuales excede en belleza y valor a las precedentes. Sin embargo, tras años de búsqueda, no he encontrado una más rica y misteriosa que la contenida en versículo 12 del capítulo 2 del evangelio de San Lucas: "y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre".

             La señal, la única señal que se da a Israel, después de siglos de espera del Mesías y de la salvación de Dios, es un niño pequeño, inerme, hijo de padres pobres.

             Y ciertamente hubiera debido bastar, pues ya Isaías había advertido: "El Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un niño, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is.7,14). Entreviendo ese día el profeta había exultado de gozo: "Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado"; añadiendo: "Estará el señorío sobre su hombro, y será su nombre  Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz" (Is.9,5).


             Dejémonos impresionar por el violento contraste. Quien tiene el "señorío" está recostado en un pesebre de animales; la "maravilla de Consejero" no sabe ni siquiera hablar; el "Dios fuerte" está envuelto en pañales; el "siempre Padre" se presenta como hijo de los hombres; el "príncipe de paz" es perseguido desde el comienzo de su existencia y, por su causa, muchos, como los Inocentes, sufren violencia y muerte.

             ¿Quién entiende esta señal? Quizás es señal que requiere un profundo cambio de mentalidad, porque Dios es distinto, incomprensible desde las reacciones, los pensamientos y los sentimientos humanos: "porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor" (Is.55,8).

             Dios es Dios, es decir, lo es todo, porque no tiene nada: porque es el supremo Don de sí mismo, el supremo vaciamiento de sí mismo. La Persona, en Dios Trinidad, es pura apertura, total mirada dirigida a Otro. El Padre no es otra cosa más que una mirada y un impulso de amor hacia el Hijo; el Hijo, igualmente, no es otra cosa más que mirada e impulso de amor hacia el Padre; y hasta en sus nombres dependen ambos el Uno del Otro. Y como en Dios ese impulso de amor no es un impulso posesivo, como su Ser no consiste en posesión sino en donación, ese mutuo impulso de amor del Padre y del Hijo no se cierra en ellos, sino que constituye una nueva "desposesión", un nuevo Don, una nueva Persona: la del Espíritu Santo.


             San Francisco de Asís, tras su conversión comenzó a servir a una dama a la que entregará generosamente su vida: Dama Pobreza. Con este nombre me parece que no trató de crear una figura alegórica por medio de la cual ensalzar las ventajas o el mérito de la austeridad cristiana sino que, en realidad, a quien él percibió bajo la expresión Dama Pobreza fue al mismo Dios. Quiso así comunicarnos algo muy hermoso y profundo que había descubierto, algo que forma parte del secreto mismo de Dios: que Dios es pobre. 

             Había comprendido que la pobreza cristiana, y que la entrega a los demás, no son elementos ascéticos encaminados a alcanzar la propia perfección, sino que hacerse pobre es una manera de parecerse a Dios.

             Por eso no es casualidad o capricho que la señal de Dios venga envuelta en pobreza y debilidad. Y tampoco es casualidad que fuera San Francisco quien instalara el primer "nacimiento" y se extasiara contemplando en él la señal de Dios. Señal que resultó incomprensible para los hombres de su época y que, con cierto pesimismo, nos preguntamos si no lo seguirá siendo, aún más, para los de hoy.


lunes, 1 de noviembre de 2021

Gracia y Esfuerzo

       El pasado mes de octubre lo llamamos a menudo el mes del rosario, y también el mes de las misiones. El mes de noviembre que ahora vivimos podría ser denominado el mes de los santos por la hermosa fiesta con que comienza, y también por la conmemoración de todos los fieles difuntos que le sigue. Y aunque ya lo hemos hecho con mucha frecuencia en los editoriales del blog, a lo largo de estos dos años que acabamos de cumplir, siempre tenemos que volver a este tema de la santidad porque nos importa mucho.

La fiesta de Todos los Santos propicia, sin lugar a dudas, que expresemos nuestros deseos de mejorar en todos los aspectos de nuestra vida acumulando buenas intenciones y haciendo grandes y santos propósitos. Puede que desempolvemos viejas aspiraciones y nos dispongamos a desempeñar el duro trabajo que calculamos que su consecución presupone. Todo ello cruzando los dedos para que nuestra flojera, nuestro déficit de voluntad decidida y perseverante, no dé de nuevo al traste con estas aspiraciones.

Algunos, en esta situación recuerdan el dicho “el que algo quiere, algo le cuesta”, o también la famosa maldición bíblica: "Comerás el pan con el sudor de tu frente" (Gen.3,19), lamentando la caída de Adán a la que culpan de ser la causa de tan prolongadas y amargas fatigas.

No es necesario que insistamos en la importancia del esfuerzo como colaboración en la obra creadora de Dios, y cómo en el precepto divino de: "Llenad la tierra y sometedla" (Gen.1,28), ya está implícito el mandamiento del trabajo esforzado. Pero lo que queremos destacar ahora es un peligro que puede pasarnos desapercibido.

Desde muy pequeños estamos acostumbrados a "ganarnos" las cosas, a hacer méritos para conseguirlas. El escolar que se esfuerza por estudiar mucho para ganar el premio prometido por sus padres, el niño que procura ser bueno “para que lo quiera su mamá”,  el joven deportista que entrena duro para alcanzar la victoria en la competición… viven en la misma dinámica que un adulto cuando va cada día a su oficina.

  Y ocurre que cuando uno siempre obtiene lo que quiere gracias a su esfuerzo, con facilidad pierde el sentido de lo gratuito, de lo inmerecido. Aquí radica el peligro, porque... ¡qué dificultad tan grande entraña esta actitud para comprender y disfrutar el evangelio!

        En el centro de nuestra relación con Dios está el DON. El hombre reconoce a su Creador a partir de los regalos con que  éste le colma, y sólo desde esa perspectiva de dependencia, de recibir gratuitamente la vida y todo lo que le sigue, se sitúa correctamente en relación al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso la torre de Babel -el esfuerzo del hombre por ponerse "a la altura de Dios" sin reconocer las diferencias de "estatura"- está condenada en todos los casos al fracaso.

Quizás tengamos que acordarnos de que vivimos una "Alianza nueva", y que en ésta se nos invita a dejar atrás la antigua maldición: "Comerás el pan con el sudor de tu frente", y a pedir en cambio: "Danos hoy nuestro pan de cada día".

  Así tendríamos que pedir insistentemente, repetir cada día "DANOS”, porque renunciamos a ganarnos con nuestro sudor lo que sólo el Dios de las misericordias puede concedernos. Danos, porque renunciamos a nuestra autosuficiencia, a nuestro orgullo de criaturas rebeldes que quieren vivir como hijos emancipados. Danos, porque estamos horrorizados de constatar en nuestra historia cómo abandonamos a menudo la eterna fuente de agua viva, para ir a excavarnos "cisternas agrietadas que no pueden contener el agua" (Jer.2,13).

No es fácil esta actitud espiritual. Ya dije que somos educados en una muy diferente, y eso pesa. Por ello debemos terminar contemplando a los apóstoles que, después de  la Resurrección, vuelven a su antiguo oficio de pescadores. 

Tras una noche de trabajo infructuosa echan las redes obedientes a la Palabra de Jesús alcanzando un gran resultado. Y no fue éste tanto el haber pescado ciento cincuenta y tres peces grandes, cuanto haber sido invitados a comer por el Señor en la orilla, recibiendo una buena lección. En la orilla, antes de llegar la barca, ya estaban "preparadas unas brasas, y un pez sobre ellas, y pan" (Jn.21,9). Todo puro don previo a cualquier esfuerzo.

Es el Pan de la Eucaristía y de la Palabra que nosotros, por mucho que nos esforcemos, jamás podemos ganarnos: ese Pan de Vida que cada día tenemos que pedir, tenemos que aceptar, como regalo de nuestro Padre Dios.



viernes, 1 de octubre de 2021

Alas y Silencio

Al comienzo de sus “Ejercicios espirituales”, en el Principio y Fundamento, san Ignacio de Loyola afirma que el hombre es creado para “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. Es decir, el hombre con toda su vida debe rendir culto al Creador.

Hay un culto público, que es el litúrgico, celebrado en la iglesia. Pero éste tiene que ser completado con un culto privado y espiritual, ofrecido por cada uno al Señor en el templo de su corazón. Si el primero requiere una especial atmósfera de silencio para poder ser interiorizado, el segundo también necesita de silencios para adquirir profundidad.

Y precisamente este segundo tipo de culto es el que ofrece más dificultades en la práctica, porque resulta ya un tópico afirmar que vivimos en la civilización del ruido. La dispersión más grande nos arroja con frecuencia fuera de nosotros mismos. Cuando uno queda en silencio en su oración, sin nada que decirle a Dios, puede tener la desagradable impresión de que ha dejado de orar precisamente porque ha dejado de hablar, aunque sea mentalmente.


El pasado verano tuve la suerte de pasar un tiempo mucho más prolongado que en otras ocasiones en la costa. Contemplando durante muchas horas el mar era imposible que dejara de fijarme en las gaviotas, y aunque estas aves no siempre resultan simpáticas tampoco dejaron de darme una lección. En el suelo, buscando los restos de comida dejados por los veraneantes, se peleaban, y eran chillonas y torpes en sus movimientos. Pero, cuando emprendían el vuelo, unos fuertes y continuados aletazos les servían para despegar de la playa, para elevarse sobre la tierra hasta la altura deseada, y luego se cernían de una manera elegante, maravillosa, sin aparente esfuerzo. Se trataba de permanecer elevadas, ojo a vizor de las oportunidades que se les pudieran presentar abajo, apenas moviéndose, sin aparente esfuerzo, aprovechando sus largas alas para planear siguiendo las corrientes de aire. Cuando el viento cambiaba, o la fuerza de gravedad las reclamaba, bastaban uno o dos nuevos aletazos para continuar suavemente en las alturas, sin perder la atención, disfrutando de su privilegiada atalaya y de la imponente vista del océano.

La lección es clara. Necesitamos algún esfuerzo para levantarnos de nuestras inquietudes y preocupaciones y así despegar en el vuelo de la oración. Pero una vez conseguido esto con la ayuda del Señor, ya no hemos de inquietarnos demasiado: permanecer atentos, eso sí, y mantenernos en la altura con algunos suaves “aletazos” que nos ayuden a conservar el rumbo, a no caer. Aletazos que serán actos interiores de práctica de las virtudes teologales: de fe, de esperanza y de amor a Dios. Todo con suavidad, con calma, con la paz que el Señor nos da y que el Enemigo procura estorbar.

Para una gaviota volar no es difícil sino connatural, por eso tiene alas y está dotada de un maravilloso instinto. Para nosotros orar es exactamente lo mismo pues para eso hemos sido creados: para adorar, para alabar, para contemplar, para amar… ¿Acaso nos quejaremos?


Pero el silencio interior sigue siendo el gran caballo de batalla. Desde la cuna nuestros niños son arrullados por el runrún de la televisión; nuestros jóvenes enloquecen en locales donde no hay lugar para el amistoso diálogo, sino solo para una gloriosa exaltación de los decibelios; nosotros nos enredamos en conversaciones vanas donde con frecuencia la caridad y la utilidad brillan por su ausencia... Y nadie se preocupa especialmente por eso a pesar de que el silencio es imprescindible para una vida cristiana que quiera ser auténtica. Porque la vida cristiana es, ante todo, escucha del Espíritu, de la “música callada” en ese “silencio sonoro” del que nos hablaba nuestro místico doctor san Juan de la Cruz.

El silencio exterior es antesala de la oración, y requiere un esfuerzo para crearlo. Pero cuando se refiere a Dios, en quien se vuelca toda la atención, se identifica con la contemplación.

Cuando siendo niño veía a mi abuelo pintando uno de sus cuadros el tiempo se me pasaba volando. Me abstraía, maravillado de su actividad, sin tener gana de otra cosa; me olvidaba de todo lo que no fuera en ese momento concentrarme en mirar, en fijarme en los detalles. Y me gozaba cuando advertía cómo de los pinceles manaba hacia el blanco lienzo una realidad luminosa que me parecía superar en belleza a la realidad que la inspiraba.

La atención volcada sobre una cosa (y subrayo la palabra una), que atrae y cautiva la atención, que suspende a la persona en torno a ella, que acalla los ruidos de nuestras angustias y preocupaciones, eso es silencio interior. Y si lo que concentra de tal manera nuestra atención es la presencia de Dios en lo íntimo del alma, o en el sagrario, podemos agradecerle el don de la contemplación.

Puesto que tanto nos importa pidamos al Señor esta gracia: que dé alas y silencio a nuestra vida para que así nos convirtamos en sus auténticos testigos y apóstoles.