domingo, 1 de diciembre de 2019

¿Velar o despertarse?


Hace años escribí que el tiempo litúrgico de Adviento debe ser un fuerte aldabonazo en la vida de los cristianos. La llamada de San Pablo a los Efesios: "Despierta tú que duermes ... y Cristo será tu luz" (Ef. 5,14), resuena insistente cuando se mira en dirección a Belén.

              Los pastores se pusieron en movimiento cuando "la gloria del Señor los envolvió en su luz" (Lc. 2,9); y también hoy esa luz, entrando por nuestras ventanas, nos va sacando del sueño para que nos pongamos en camino.

             Vemos nuevas todas las cosas, y aún a nosotros mismos, y comenzamos a marchar con un gozo recién estrenado al escuchar: "Yo soy la Luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas" (Jn. 8,12). Atrás queda un pesado letargo; delante un programa de seguimiento ilusionado del Señor.

             Entonces, ¿es preciso velar, guardando nuestro rebaño como los pastores, o basta imitar a san José, que en sueños recibía las revelaciones de Dios y, al despertar, trataba de responder a ellas? La parábola de las vírgenes que aguardan al esposo con sus lámparas (Mt. 25,1-12) puede ayudarnos a responder esta cuestión nada trivial.

             La parábola de las diez vírgenes se suele interpretar a partir de la conclusión de san Mateo (v.13): "Velad pues porque no sabéis el día ni la hora". Y sin embargo esta conclusión parece contradecir su mismo texto, que afirma que "todas se adormilaron y se durmieron" (v.5): ¡no sólo las necias! Y también que "todas se despertaron y se pusieron a preparar sus lámparas" (v.7): ¡no sólo las prudentes!

             La necedad no consistió pues en dejar la vigilia por el sueño; aparte de que el esposo no llegó sin avisar, como haría un ladrón en la noche (Mt. 24,43), sino que su llegada fue precedida de un clamor: "Ya está aquí el esposo, salid a su encuentro" (v.6).

             Cuando se dice apresuradamente que las lámparas encendidas representan la fe, y el aceite de las alcuzas las buenas obras (sin las cuales la llama de la fe se apaga), hay que caer en la cuenta de que lo que en definitiva impide a las cinco necias entrar al banquete fue su excesiva preocupación por el aceite, y no tanto el hecho de que sus lámparas estuviesen apagadas. En realidad lo que hicieron fue dejar al esposo que llegaba para atender a "sus lámparas".

             ¿Acaso dice el Evangelio en algún lugar que, de no haber estado encendidas estas lámparas, no hubieran podido entrar al banquete? No, no lo dice, pero las necias así lo creyeron, y por eso se marcharon "donde los mercaderes" (v.9).

             ¡Lo malo es cuando nosotros también nos creemos lo mismo! ¿Estaremos adoptando sin darnos cuenta, al leer la parábola, la misma perspectiva que las vírgenes necias?

             Aquellas cinco fueron necias, no por su imprevisión en relación al aceite, sino porque creyeron que para entrar a un banquete de bodas hacía falta comprar, adquirir, pagar... cuando todo el mundo sabe que basta haber sido invitado por ser uno amigo o pariente de los novios.

             Así, mientras que unas pasaron directamente a la fiesta, símbolo de la total gratuidad de Dios, las otras acudieron a "los mercaderes", símbolo de lo que no es gratuito, para comprar un derecho que no podía ser comprado. ¿Cabe mayor necedad?

             Sólo la amistad nos permite franquear esas puertas, no el mérito.

             Por eso repetimos nuestra pregunta: ¿hay que velar aguardando al Señor, o basta despertarse al sentir su llamada y cercanía?

             Ciertamente nosotros preferiríamos lo primero. No nos gustan las sorpresas ni ser pillados desprevenidos. En el fondo creemos que el don de Dios ha de merecerse con una actitud valiente, esforzada e intachable... y por eso nos fiamos más de nuestras fuerzas que de su bondad sin límites. Acumulando en nuestro "haber" muchas obras buenas, teniendo bien provista la alcuza, pensamos que ¡ya no tendremos que "temer" la venida del Señor!

             Pero, ¿esta actitud es realmente evangélica? ¿nos invita a una mayor confianza y abandono en brazos del Padre Dios?

             Quizás en el tiempo de Adviento deberíamos aspirar simplemente a "despertar", como José. A dejar que sea la luz del Esposo la que nos ilumine, sin empeñarnos en usar nuestra propia lámpara.

             Mirando al Niño de Belén no nos tendría que importar tanto tener la alcuza vacía y sabernos pobres, cuanto dejarnos invadir, sin inquietud, por la ternura, la gratitud y la alegría. Porque, "un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9,5) ... ¡¡y eso nunca se merece!!

Sevilla, 3 de diciembre de 2019