martes, 1 de junio de 2021

Latidos del Corazón de Cristo

     Junio es el mes tradicionalmente consagrado al Sagrado Corazón de Jesús ya que normalmente su solemnidad, que se celebra el viernes siguiente al domingo del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi), viene a caer en este mes en que inicia el verano.

Será una buena práctica realizar el devoto ejercicio del mes del Corazón de Jesús, o participar en la novena en su honor, o asistir a la misa ese día que pasa tan desapercibido para multitud de cristianos. Pero ¿cuál sería el modo de mejor honrar este Divino Corazón? 
En una u otra ocasión todos hemos hecho la experiencia de escuchar nuestro propio corazón. Quizás sólo apoyando la palma de nuestra mano en el pecho, o quizás utilizando un estetoscopio si lo hemos tenido a nuestro alcance.
Con frecuencia algunas personas experimentan una vaga angustia al sentir sus latidos. Palpan la fragilidad de sus propias vidas. ¿Y si por cualquier problema nuestro músculo cardiaco decidiera pararse? ¿Acaso después de tantos años no está cansado de latir día y noche, sin interrupción? Ahora que se acerca el verano todos experimentamos la  necesidad de aliviar nuestra fatiga tomando unas vacaciones, ¿por qué no lo haría también nuestro corazón?

Yo recuerdo la parábola de la semilla que crece sola (Mc.4,26-29), Nos presenta a un hombre que, después de arrojar la semilla en la tierra, duerme o vela, porque la semilla crece sin que él sepa cómo. Exactamente como nuestro corazón, que durmamos o velemos, sigue latiendo, dando vida a todo el organismo, sin que “sepamos cómo”, sin que seamos plenamente conscientes de ello.
Nosotros no somos la tierra (como en otra parábola), sino el sembrador. La tierra, la que fructifica por ella misma sin que el hombre sepa cómo, es Dios.
No crecerá ninguna espiga sin la actuación del hombre. Pero esta actuación es más bien una dejación. La parte que a él le toca es la de saber arrojar, desprenderse. El trigo podría convertirlo en harina y pan con que alimentarse; pero, renunciando a lo que parece que podría reportarle una utilidad inmediata, aquel hombre confía en la perspectiva de una óptima cosecha. Por eso abandona su riqueza -el trigo- a la tierra, sin temor de que se pierda.
Luego duerme y trabaja. No sólo trabaja, sino que también reposa. La que trabaja siempre es la tierra, con una acción escondida pero continua. Jesús lo recuerda: "Mi Padre está trabajando incluso ahora, y yo también trabajo" (Jn.5,17).
No siempre, sin embargo, sabemos respetar ese ritmo discontinuo propio del hombre. En la Iglesia de Jesús con frecuencia queremos hacerlo todo. Con nuestros proyectos pastorales, nuestros planes y estrategias, con nuestras predicaciones y acciones sociales, queremos sembrar y fructificar. No nos fiamos lo suficiente como para abandonar a la tierra la semilla: nos gusta controlar y evaluar su crecimiento. De lo contrario nos parece que todo se perdería. 
En el fondo, sin darnos cuenta, nos acecha la misma tentación que a Adán: la de querer "ser como dioses". La de querer ser como la tierra: continua actividad...

Quizás por eso debemos intentar nuevamente escuchar el corazón. Pero no el nuestro, que un día también se parará inevitablemente, por muy acelerado que lo tengamos, sino el de Cristo. Percibir cada día en nuestras vidas esos divinos latidos que ni cesan, ni cesarán jamás, porque “con amor eterno nos ama el Señor”
Escucharlos en nuestro interior y abandonarnos, confiada y contemplativamente, a esa cadencia tranquilizadora del "te quiero" de Dios.