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martes, 1 de septiembre de 2020

Realidad interior

¿Hemos pensado alguna vez las distintas acepciones y significados que la expresión “cerrar los ojos” puede revestir? ¿Y en los sentidos que ese gesto puede encerrar?

Se puede utilizar para hacer alusión a la muerte o al sueño. En ambos casos se trata de ausentarse de esta realidad que conocemos.

También se cierran los ojos para no darse cuenta de lo malo que ocurre a nuestro alrededor y, de esta forma, no verse uno obligado a combatirlo; sería la postura cómoda y cobarde del que se inhibe mientras a él personalmente no le va mal, o incluso saca algún provecho de la situación. Pero además puede indicar la torpeza u obcecación de quien -tal vez movido por la pasión o el afecto- no es capaz de calibrar una situación dada.

Hasta aquí nada positivo, pero es que además cierra materialmente los ojos quien quiere aislarse, reconsiderar con calma un asunto, o bien acepta con resignación un acontecimiento.

En la tradición espiritual cristiana los ojos son como ventanas del alma, y por ello hay que cerrarlos a todo lo malo para que, por medio de esta guarda del primero de los sentidos, la basura exterior no ensucie nuestro interior.

El autor de la “Imitación de Cristo” invitaba, precisamente, a no dejarse atrapar por la curiosidad y la inquietud de querer verlo todo, cuando escribía: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib. I, cap. XX).

Por eso cerrar los ojos implica también abrirlos a una realidad interior.

 

Basta con cerrar los ojos -y quizás también doblar las rodillas- para contemplar una realidad interior indescriptible: un mar tan vasto, sobrecogedor, insondable y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera uno haber imaginado. Basta con cerrar conscientemente los ojos durante un tiempo cada día para vivir una aventura espléndida e inusitada.

Ya habrán comprendido que el nombre de ese océano de fondos abisales y horizontes infinitos es Dios, y que la aventura (probablemente la única que se pueda todavía vivir en el siglo XXI) tiene el nombre de contemplación.

A veces seremos nosotros quienes intentemos sumergirnos en sus aguas profundas y brillantes para sentir su frescura intacta que nos envuelve y reconforta, que nos apacigua y reafirma; o para sentir, en cambio, su gusto margo y salado cuando alcanza nuestra boca, ávida de otros manjares más gustosos. A veces será él quien viene, manso e insinuante, a lamer nuestros pies cuando permanecemos temerosos en la orillas, sin decidirnos a despojarnos de los vestidos que nos envuelven para zambullirnos.

Cerrar los ojos no implica desentendernos de lo que nos rodea, pero sí buscar su sentido profundo, más allá de las apariencias. No supone una huida de las cosas, sino adentrarnos en su misterio y encontrar el puente que las une a la Fuente de la que dimana todo lo creado.

 

Pero no disimulemos las dificultades, pues todo lo que es valioso puede resultar costoso. Así, por ejemplo, la realidad interior se puebla a veces de monstruos que la habitan. Cada uno tiene los suyos y, aunque familiares de puro conocidos, no por eso dejan de espantarnos. Habrá que conjurarlos con la confianza y el abandono, pero jamás renunciar a la aventura emprendida.

También acecha la tentación del “realismo”: la de creer que no existe más realidad que la que se ve y toca; esa tentación que nos envenena el corazón con la sospecha de que la oración no es más que una ilusoria búsqueda y una cobarde deserción.

Por último, no es menos peligrosa la dificultad de hacer silencio sin empeñarse uno en nombrar y etiquetar todo lo que experimenta, sin comentarlo ni tener que describirlo y ordenarlo. La aventura interior es tan exquisitamente personal que, a menos que conste claramente que es voluntad de Dios, y Él nos quiera ofrecer una ayuda exterior para vivirla, no es factible ni provechoso compartirla. Pertenece al “secreto del Rey”, y su divulgación entrañaría su profanación.


Por ello, y sin necesidad de más palabras, les invito a la experiencia, a ejercitarse en la medida de la vocación personal de cada uno en esa tarea a la que somos llamados desde el principio de nuestra existencia y a la que estamos destinados por toda la eternidad: la ORACIÓN.

 

miércoles, 1 de abril de 2020

¿Dios dispone?

Un refrán castellano afirma que "el hombre propone y Dios dispone". Sin embargo, cuando vemos nuestro mundo asolado por tantas calamidades, y particularmente por la terrible epidemia del covid-19 que se cobra tantas vidas,  y que obliga a la población a quedarse aislada en sus propios domicilios, o lo que es peor, a trabajar fuera de casa con grave riesgo de la salud, algunos se preguntan si es Dios quien dispone realmente estas cosas.
     Independientemente de que el castigo de Dios es saludable, y tiene siempre por objetivo que el hombre tome conciencia de sus graves enfermedades morales que le llevan a la muerte eterna, podríamos añadir que a primera vista parece que el refrán contiene más verdad enunciado de una forma inversa. Es decir: "Dios propone y el hombre dispone".
       Dios propone los Diez Mandamientos y el hombre dispone si los cumple o no. Así por ejemplo, Dios propone la vida, y el hombre dispone si por medio del aborto condena en España a cerca de cien mil inocentes cada año. Dios propone la virtud, y el hombre dispone si consagra como derechos inalienables los vicios más vergonzosos, etc.
       Pero entonces surgirán nuevas preguntas en nuestro horizonte. Si es el hombre quien dispone, ¿dónde queda la omnipotencia de Dios?, ¿en qué sentido afirmamos que Dios "lo puede todo"?

Por "poder" se entiende, habitualmente, la capacidad de alguien para imponer su voluntad. Hay un poder económico, por medio del cual uno puede poner a otros hombres a su servicio, utilizando su fuerza, su inteligencia y su capacidad de trabajo en provecho propio. Hay un poder político por medio del cual uno puede configurar la organización social según sus propias convicciones, imponiendo leyes, impuestos, etc. Hay un poder militar mediante el que se frenan las ambiciones de los países vecinos, o por medio del cual se ejerce presión en el plano internacional para conseguir un fin preciso: por ejemplo, restablecer la paz entre países beligerantes, imponiéndola a las partes, aunque éstas no quieran.
        En el fondo este tipo de poder es siempre manipulador. Y aquí es cuando conviene establecer una diferencia con el Poder de Dios.
          El Poder de Dios es el poder del Amor, no el del dinero, o el de los votos o el de las armas. El gran Poder de Dios no es un poder manipulador. Es un poder liberador, un poder que nos hace libres con la libertad de los hijos, con una libertad divina. Un Poder que no crea esclavos, sino hijos semejantes al Padre.
          Ese Poder de Dios se manifestó en Belén y en el Calvario al mundo envuelto en debilidad humana: pobreza, insignificancia, anonimato... "Pero a cuantos le recibieron... les dio potestad de ser hijos de Dios", dice san Juan en el prólogo a su Evangelio (1,12).

No obstante el amor es impotente si no es correspondido, y  por ello el Poder de Dios no despliega su admirable virtud si no es aceptado en la fe y en el amor. Ese es su designio desde la eternidad.
           Dios no cesa de proponernos su voluntad amorosa, no se cansa de invitarnos a que aceptemos de corazón su Reinado sobre nuestras vidas y sobre nuestra sociedad anestesiada y envilecida. Y quizás también llora y se lamenta, como un día hizo frente a Jerusalén: "¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!" (Lc.13, 34).
          El fracaso de Jesús en su misión respecto a Jerusalén nos ayuda a ver hasta qué punto es cierto este nuevo refrán de que es Dios quien propone, y el hombre el que dispone.

No, ciertamente Dios no "tiene suerte por poderlo todo", como afirmaba ingenuamente un niño pequeño, y como piensan muchos mayores.
      Por eso, simplemente, desde el dolor del tiempo presente aprovechemos la proximidad del gozoso tiempo pascual para convertirnos, para invocar repetidamente la fuerza del Resucitado, es decir, la gracia y misericordia que desbordan del Corazón de Cristo, para que nos inunde a nosotros y a nuestra Patria con su luz y vengamos a ser perfectos en el amor.