miércoles, 1 de julio de 2020

Atajo a la santidad

            En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo cuenta el evangelista san Juan (6,1-15), tras saciar a una multitud de cinco mil hombres Jesús le dijo a sus apóstoles: "Recoged los pedazos que han sobrado, para que nada se pierda".
            Quizás sorprende esta frase porque nos cuesta concebir que un personaje grande e importante tenga preocupaciones pequeñas. Tras un milagro tan espectacular, ¿quién hubiera reparado en las sobras? Casi resulta cómico imaginarse a los apóstoles recogiendo mendrugos de pan del suelo, como niños tras una merienda campestre.
            Sin embargo para Jesús fue tan importante lo grande como lo pequeño, lo poderoso como lo débil, lo que cuenta a los ojos de los hombres, como lo que no cuenta.

            Cuando después de la experiencia de un confinamiento angustioso, en el tiempo de la pretendida “nueva normalidad”, tomamos distancia de lo que ha sido durante los meses pasados nuestro trabajo y ocupaciones cotidianas, puede que tomemos conciencia con más fuerza de nuestras rutinas y vulgaridades, de nuestras pequeñeces cotidianas que revelan nuestra auténtica talla: la verdad, despojada de romanticismo, de quiénes somos.
            Entonces descubriremos que, seguramente, en nuestras vidas ni antes ni ahora, hacemos grandes cosas: ni ponemos en práctica grandes bienes, ni padecemos grandes males.       Aparte de tratar de cumplir con nuestras estrictas obligaciones, y de intentar cumplir los mandamientos de la ley de Dios con mucha mesura y prudencia humana, ¿cuáles son las obras de las que podríamos gloriarnos? En comparación con los sufrimientos de los cristianos perseguidos en tantos países, y de los enormes trabajos de los grandes héroes de la caridad, ¿que son nuestros padecimientos a su lado?
            La mediocridad, es decir, la ausencia de obras importantes o de grandes cruces, es la tónica de nuestras vidas. Y eso que, a veces, soñamos con grandes cosas, con actitudes heroicas...
            Pero en aquellas palabras de Jesús, "recoged los trozos que han sobrado, para que nada se pierda", podemos encontrar un consuelo extraordinario.

            ¡Qué Dios tan grande tenemos! ¡Qué incomparable el misterio de su amor para con nosotros! El que considera “el firmamento su trono y la tierra el estrado de sus pies” (Is. 66,1 y otros), se fija en nuestros "mendrugos" desparramados, y uniéndolos a la Cruz de su Hijo amado Jesucristo les da un valor redentor y santificador, porque NO QUIERE QUE NADA SE PIERDA.
            No quiere que se pierdan ocasiones “tan memorables” como toda esa serie de alfilerazos dolorosos que jalonan inevitablemente nuestras jornadas: algo que se nos cae sin querer de las manos y se rompe; algo que no funciona, o que no encontramos, justo en el momento en que lo necesitábamos; el llegar tarde a alguna parte, por descuido o sin culpa nuestra; un dolor de cabeza o de muelas; una noche sin poder pegar ojo; un reproche que nos hagan en el trabajo o en casa; una falta de caridad que han tenido hacia nosotros; una incomprensión sufrida; una pequeña pérdida o humillación...
            No sólo la aceptación positiva de estas pequeñas pruebas, sino que también la realización crucificante de las obligaciones rutinarias de cada día, constituyen un continuo examen que pasamos, una continua prueba a la que somos sometidos para medir la calidad de nuestro amor y de nuestro seguimiento. En definitiva, el grado real de olvido propio y recuerdo de Jesús que practicamos.

            En nuestras faltas de paciencia ante las contrariedades, en nuestro temor excesivo hacia el futuro o hacia el presente, en nuestro sufrimiento desmedido por las pequeñas heridas que infligen a nuestro amor propio, aflora el pecado capital y primero, ese que nos espera agazapado en cada recodo del camino para invitarnos a abandonar la cruz: el orgullo.
            Asumir con generosidad, e incluso con sentido del humor, todas nuestras limitaciones, supone un perfecto ejercicio de abandono y abajamiento. Como dijo san Juan el Bautista, y debemos recordar a menudo, "Él tiene que crecer y yo tengo que menguar" (Jn. 3,30).
            Sí, tenemos que hacernos más pequeños, darnos menos importancia. Y el medio para ello será el recoger amorosa y atentamente todos los mendrugos desperdigados por nuestra vida. Un verdadero atajo hacia la santidad.