domingo, 4 de julio de 2021

Orando en vacaciones

            Los desplazamientos y la alteración de los hábitos de vida que se producen con frecuencia en verano, llevan a algunos a quejarse de lo difícil que es mantener un buen tono de vida espiritual durante esta época del año, o durante el tiempo de vacaciones en general. Lo que parecía muy bien cimentado en sólidas resoluciones, lo que se hacía con la facilidad y suavidad que proporciona al hombre la costumbre, se derrumba en poco tiempo; y además de la humillación interior que nos produce el vernos tan frágiles, cuesta cada vez más volver a empezar con seriedad. 

            Ciertamente santa Teresa de Jesús nos enseñó que, incluso viviendo en medio de demonios, podíamos ser santos. Pero, en la práctica, ahora no son grandes demonios con quienes tenemos que enfrentarnos, sino con "pequeños diablejos" que tienen sus nombres propios: el deseo de "aprovechar el tiempo" para divertirnos lo más posible; el no negarnos ningún capricho porque "para eso estamos de vacaciones"; la pereza que engendra el tumbarse al sol o instalarse sin prisas ni plan determinado ante la pantalla o la “pantallita”; el desorden en los horarios; la vida social que impide hasta cinco minutos diarios de soledad...

            Frente a todo esto tenemos la enseñanza y los mandatos del Señor y del Apóstol: que es preciso "orar siempre, sin desfallecer" (Lc.18,1), que hay que "orar constantemente" (1ª Tes.5,17).

            ¿Es posible compaginar ese ritmo veraniego con la oración continua a que estamos llamados?


            Leí hace algún tiempo una historia preciosa. Se trata de un joven que, aspirando a la perfección, se marcha al desierto a vivir como ermitaño, entregado solo a Dios. Nada más llegar comienza su fervorosa oración y la prolonga hasta la noche. Pero la oscuridad que ha empezado a reinar, lo apartado del lugar, y el ruido de lo que parecen ser animales salvajes, le llenan de un terror indescriptible. 

            Entonces, como no puede hacer otra cosa, movido por ese miedo continúa rezando, suplicando a Dios su ayuda, y así le sorprende el sueño. A la mañana siguiente el hambre y la sed se hacen sentir, y de nuevo clama a Dios en su angustia temiendo perecer abandonado de todos en el desierto. Cuando gracias a encontrar una fuente y unas palmeras que le ofrecen sus dátiles soluciona estas necesidades materiales, se dispone de nuevo a rezar. Pero ahora unas violentas tentaciones le abaten: le sobreviene el recuerdo de su desordenada vida pasada, y la imagen de los pecados cometidos le llena de turbación. La imaginación se rebela, y nuestro joven ermitaño, muy apurado, vuelve a clamar a Dios.

            Al cabo de cierto tiempo unos amigos le visitan, y se sorprenden al verlo sumido en una oración constante. Cuando le preguntan quién le ha enseñado a rezar así, sin interrupción, él contesta sonriendo muy satisfecho: "Los demonios me han enseñado".

            

            Quien aprende a suplicar ha encontrado la llave de la oración continua. Hasta la misma conciencia de sus limitaciones y fragilidades, hasta los peligros y tentaciones... todo, ¡hasta sus pecados!, se le convierten en ocasión de volverse a Dios en busca de ayuda o perdón.

            No será pues necesario añorar unas condiciones ideales para darnos a la oración, cuando no podamos disfrutarlas. Incluso podremos aprovecharnos de esa pequeña "revolución" que supone un veraneo fuera de casa, para ejercitarnos en cultivar la presencia de Dios en nosotros.

            La petición es la expresión más genuina de la oración cristiana. Cuando el Señor, accediendo al ruego de los apóstoles, les enseña el Padrenuestro, lo que les está enseñando es a pedir, pues en el Padrenuestro se contienen siete peticiones (y aparentemente ¡ni una acción de gracias!). Y la invitación constante de Jesús es a pedir al Padre, con plena confianza, en su nombre y sin desfallecer. Precisamente el modelo de hombre "justificado" es el del publicano (Lc.18,9-14), que se atreve a pedir en medio de su desordenada vida, y no el del fariseo, que da gracias desde una vida intachable.

            Por tanto, ánimo y sigamos aspirando a una gran santidad, a pesar de nuestras pocas fuerzas, siempre que sepamos y estemos dispuestos a tender la mano como pobrecitos mendigos.