lunes, 1 de junio de 2020

De crisálidas y orugas

              Con la llegada de las altas temperaturas nos damos cuenta de que el verano  -¡otro verano!- está a las puertas. Un verano que tiene un aliciente añadido: muchos dicen que tiene que ser el de la “vuelta a la normalidad”.
            A mi esa expresión me estremece. Después de las extraordinarias y dolorosas experiencias vividas en los últimos meses ¿cómo podemos pretender volver a la normalidad como si nada hubiera sucedido? ¿No hemos aprendido nada?
            Muchos hábitos de vida han cambiado y está bien tomar conciencia de ello. De hecho, regresar al trabajo, o a una vida social más activa, ha sido como un salir de la crisálida. Pero la oruga sale de su capullo transformada en mariposa para volar libremente, para emprender una vida muy distinta a la anterior, y ese no va a ser el caso de muchas personas que solo aspiran a la normalidad.
            ¿Cómo plantear esa profunda renovación que necesitamos? ¿Cómo gestionar nuestro reciente pasado?
                 Quizá el verano pueda ser una estupenda oportunidad para que muchos de nosotros aprendamos a tomarnos el tiempo necesario para leer, reflexionar, contemplar...
            Hemos tenido ya una buena escuela, porque el haberse sentido uno aislado, sin ayudas o recursos necesarios, amenazada la propia vida… o el haber perdido seres queridos o haberse privado de su compañía durante meses, todo eso crea una terrible situación de inseguridad y desvalimiento. Y en esa situación el hombre se vuelve más fácilmente hacia su interior, e indaga en lo que es realmente importante en su vida.

             Un cristiano tiene que saber aprovechar estos cambios inesperados en el ritmo de la propia vida, y la lectura de la Palabra de Dios, desde esta situación, puede ser saboreada de una forma diferente.
            Hay que abandonarse a la fuerza y el encanto de la Revelación. Quizás no hay que leer desde la perspectiva de cómo podemos aplicar de forma inmediata  lo leído a nuestra vida, sino admirándonos y embelesándonos con la belleza de lo que leemos.
            Sí, ¡qué bien hace las cosas nuestro Dios! ¡Qué profundidad la de su amor por nosotros! ¡Qué maravillosa es su Providencia!
            Tal vez demos mayor gloria a Dios con nuestro asombro ante la hondura de sus planes, con nuestro silencio emocionado, o con el estallido de nuestro dolor interior (¡o júbilo!) que no encuentra palabras para expresarse, que con unos propósitos colgados de la confianza en nuestra fuerza de voluntad. Cuántos fracasos ha cosechado ésta última lo sabe cada uno. Y es que la vida espiritual es más cuestión de seducción que de imposiciones y reglamentos.
            La Palabra de Dios puede también replegarnos sobre nosotros mismos para rumiar tranquilamente el alimento espiritual que nuestro Padre nos ofrece. Y esa búsqueda de la soledad y del silencio, esa huida de la frivolidad y del ruido que aturrulla, debe extenderse más allá de un confinamiento forzado.

            Ciertamente a menudo convertimos el Evangelio en un libro que entristece porque propone un ideal que, aunque nos esforzamos por alcanzar, nunca conseguimos. Por eso algunos lo rehuyen, o lo confinan en el almacén de las utopías, porque no creen en la gracia. Sin embargo podemos leer en él que su anuncio fue gozo indescriptible para los pecadores, salud para los enfermos, alivio para los cansados y agobiados, esperanza para los desesperanzados, consuelo para los tristes… Es un hecho: Jesús atraía y cautivaba a multitudes de hombres y mujeres mediocres como nosotros, desconcertados y aturdidos como nosotros. Su santidad no los deprimía ni los asustaba. El no juzgaba ni condenaba las imperfecciones de quienes le rodeaban emocionados y bebían sus palabras.
            Jesús anunciaba la increíble novedad de un Dios que, aun sabiendo la pobre correspondencia que puede encontrar en el corazón del hombre, le declara su amor incondicional, la abre su Corazón traspasado y le muestra las maravillas de su compasión y de su ternura. Eso es "evangelio": buena noticia para el corazón fatigado; y vuelta, no a una vulgar “normalidad”, sino a una extraordinaria santidad.
            Mucho ánimo a tantas “orugas” deseosas de emprender el vuelo, porque “así dice el Señor: No temas gusanito de Israel, oruga de Jacob, porque yo mismo te auxilio, tu libertador es el Santo de Israel” (Is. 41,14).