“Echando las redes, recogieron tal cantidad de peces que las redes reventaban. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó a las rodillas de Jesús diciendo: ‘Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’. Y Jesús dijo a Simón: ‘No temas; desde ahora serás pescador de hombres’” (Lc. 5, 6-10).
La cuarta palabra de María en los Evangelios, al "Niño perdido y hallado en el Templo", vuelve a ser una pregunta: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. La primera pregunta, en la Anunciación, había nacido de la confianza y el gozo contenido. Esta, en cambio, brota del dolor. Y, sin embargo, ese dolor no encierra a María en sí misma: no dice “yo estaba angustiada”, sino “tu padre y yo”. Tiene en cuenta, aun antes que el suyo, el dolor de José. El sufrimiento, en ella, no es soledad, sino comunión.
En el Magnificat había proclamado: “Dios ha mirado la humillación de su esclava”. Ahora pide al mismo Dios, hecho Niño, que mire la angustia de sus padres. ¿Qué pide en realidad? Pide que su Hijo no pase de largo ante el sufrimiento humano, que reconozca la hondura y la verdad de ese dolor. Todos desearíamos evitar el dolor, pero María descubre que también forma parte del camino de la fe. Jesús mismo lo asumirá en su Pasión: el dolor no es un absurdo, sino un paso necesario en la obra de la redención, porque el Enemigo habría de ser derrotado con las mismas armas con las que imaginaba haber triunfado.
Pedro, en el Evangelio de hoy, después de la pesca milagrosa, reacciona con temor y quiere alejarse de Jesús: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. María, en cambio, busca más intensamente a su Hijo en medio del desconcierto por su forma de actuar. Pedro cree que su pecado debe alejarlo de Cristo; María enseña que el dolor debe acercarnos más a Él. Donde muchos huirían, Ella persevera y transforma el sufrimiento en búsqueda confiada. Así consigue una "pesca milagrosa".
Señor Jesús, cuando el dolor toque mi vida, no permitas que me encierre en mí mismo ni que huya de ti. Enséñame, con el ejemplo de tu Madre, a transformar mi angustia en búsqueda confiada, y a dejar que Tú mires mi sufrimiento para convertirlo en comunión contigo. Amén.
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