“Te ruego entonces, padre (Abraham), que lo envíes (a Lázaro) a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos; que les dé testimonio, para que no vengan ellos también a este lugar de tormento’(infierno). Pero Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los Profetas; que los oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque un muerto resucite’.” (Lc. 16,27-31).
En este pasaje del Evangelio de hoy –la parábola del rico glotón y del pobre Lázaro–, hace algún tiempo creí descubrir un simple detalle que podría convertirse en clave de lectura. Se trata de que el rico habla de cinco hermanos. Con él suman seis. Y seis, en la Sagrada Escritura, es un número de imperfección, imagen de lo incompleto, de lo que no llega a su plenitud. Es el número del hombre que no alcanza el séptimo día, el día de Dios, día de la verdadera comunión. Es también la cifra que evoca la maldad y la soberbia que se oponen al Señor, como el 666, cifra del anticristo en el libro del Apocalipsis.
Esa fraternidad de seis es la que vive el rico con sus hermanos. Una fraternidad sustentada exclusivamente en la carne, hecha de banquetes, placeres, lujo y del poder que proporciona el clan. Una fraternidad imperfecta, cerrada en sí misma, incapaz de abrirse al pobre que está tendido a la puerta de su casa. Y, sin embargo, era Dios quien había puesto delante de ellos a Lázaro, aunque se habían hecho incapaces de verlo. Era él el llamado a ser el séptimo, el que completara la perfecta fraternidad. Pero lo ignoraron, se desentendieron, lo dejaron fuera. Por eso aquella familia quedó incompleta y sin salvación.
Solo cuando se descubre que el pobre, el olvidado, el que parece que sobra, es en realidad el hermano que falta, entonces la fraternidad se hace perfecta: ya no fundada en la carne, sino en el espíritu; no en la soberbia, sino en el amor; no en el lujo, sino en la esperanza de la vida eterna. En cada Lázaro que nos sale al encuentro, Dios nos da la posibilidad de completar nuestra familia, de pasar del número de la imperfección al número de la plenitud. Y esa posibilidad es una oportunidad que no podemos desperdiciar.
“Señor Jesús, abre nuestros ojos para que seamos capaces de reconocer al hermano que nos falta. No permitas que nuestra vida quede incompleta, perdida en la vanidad de los bienes que pasan. Haznos descubrir en el pobre y olvidado la llave que nos abre a la comunión perfecta de tu Reino. Amén.”
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