“Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree tenga por Él vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3,14-16).
El misterio de la Cruz se anuncia ya en un episodio de la historia de Israel. Cuando el pueblo, quejoso, cansado y rebelde, fue mordido por las serpientes en el desierto, el Señor mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce. “Si alguno era mordido y miraba a la serpiente, quedaba con vida” (Nm. 21,9). Aquel signo, que era figura profética, se cumple en plenitud en Cristo. Nosotros, mordidos por el veneno del pecado, recibimos la salvación cuando alzamos los ojos a Jesús crucificado. En la Cruz se concentra todo el misterio de nuestra fe: allí donde pareció triunfar la muerte, germina la vida; donde se alza la más brutal ignominia, resplandece la más excelsa gloria; donde hay condena, brota la misericordia. La Cruz, desde fuera, es fracaso y escándalo; desde dentro, mirada con fe, es árbol de vida y fuente de sanación.
San Pablo, en el himno de la carta a los Filipenses, contempla este misterio con hondura: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres; y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp. 2,6-8). Por esa humillación fue exaltado sobre toda criatura, y el Padre le dio “el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp. 2,9). El abajamiento de Cristo no termina en oscuridad, sino en plenitud; no concluye en la muerte, sino en vida eterna. La Cruz es la puerta abierta hacia la gloria, el camino real que conduce al Reino, el signo definitivo del amor que no se guarda nada para sí.
Por eso, el madero de la Cruz, que debía ser final de una historia y derrota, se ha convertido en principio y victoria. Allí se revela el rostro del Dios verdadero, que salva no desde el poder humano, sino desde el amor entregado hasta el extremo. La Cruz es la paradoja luminosa del cristianismo: del dolor brota el consuelo, de la herida mana la gracia, de la muerte nace la vida.
Señor Jesús, enséñame a no huir de tu Cruz, sino a reconocer en ella el lugar de tu amor sin medida. Que en mis sufrimientos y oscuridades descubra la certeza de tu victoria, y que, al levantar mis ojos hacia ti, encuentre siempre la vida eterna. Amén.
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