San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, nos enseña a mirar a los pobres con los ojos de la fe. Si nos quedamos en las apariencias externas, en su modo de vestir o de hablar, en su ignorancia, en su falta de aseo o en la rudeza de su trato, corremos el riesgo de despreciarlos. Pero la fe nos revela un misterio: en cada necesitado está Cristo mismo, que quiso hacerse pobre para nuestra salvación. Por eso, cada vez que encontramos a un hermano necesitado —ya sea de alimento, de afecto, de compañía, de consejo o de esperanza—, debemos descubrir en él la imagen viva del Hijo de Dios.
Esta mirada de fe nos abre al servicio de la caridad en todas sus formas. No solo se trata de compartir bienes materiales, sino también de vivir las obras de misericordia espirituales: consolar, aconsejar, acompañar, perdonar, sostener en la fe. Todo lo que hagamos por amor a un necesitado lo hacemos por amor a Cristo, que en el Evangelio nos dijo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25,40). Servir al pobre es servir al mismo Señor.
Por eso, ni siquiera la oración puede ser excusa para descuidar al hermano que nos necesita. El amor es la norma suprema, a la que todo debe tender. La caridad es más que un mandamiento: es una “ilustre señora”, como decía San Vicente de Paúl, que reclama de nosotros obediencia total. La oración y la acción se complementan y se fecundan mutuamente, pero cuando alguien nos reclama en su pobreza, acudir a él es responder al mismo Dios.
Señor Jesús, enséñanos a reconocerte en los pobres y en todos los necesitados de algo. Haz que nuestra oración nos lleve siempre a la acción y que nuestro servicio, humilde y alegre, sea siempre una ofrenda de amor a ti, que vives en los pequeños y en los que sufren. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario