“Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes” (Lc. 8, 1-3).
El Evangelio de la misa de hoy nos muestra un detalle importante de la vida pública de Jesús: no caminaba solo. Los Doce, ya lo sabíamos, le acompañaban siempre; pero también un grupo de mujeres. Y en este dato, aparentemente sencillo, descubrimos la riqueza de modos diversos en que se configuró el discípulado del Señor. Algunas mujeres lo siguieron sin abandonar su ámbito familiar, como las hermanas Marta y María de Betania, que cuidaban a su hermano Lázaro y acogían en su casa a Jesús cuando viajaba a la cercana Jerusalén. La Santísima Virgen misma continuó viviendo en Nazaret, aunque su Hijo recorría los caminos. Ellas fueron discípulas en la vida doméstica, siguiendo al Señor desde la casa, con una fidelidad silenciosa y firme.
Pero hubo también otras mujeres que optaron por dejar atrás su hogar para lanzarse a la inseguridad de los caminos, como lo hacían muchos discípulos varones. Estas no fueron enviadas a predicar, pero servían personalmente a Jesús, cuidaban de sus necesidades y le acompañaban con un amor servicial, concreto y fiel. El Evangelio cita los nombres de algunas: María Magdalena, Juana, Susana… y añade “otras muchas”. Algunas de ellas incluso sostenían con sus propios bienes a Jesús y a sus discípulos, aportando ese toque femenino de delicadeza y dulzura que acompañó la vida cotidiana del Señor.
Así, la Iglesia reconoce en estas mujeres dos maneras de discipulado: la de quienes permanecen en casa, siguiendo a Jesús desde la familia, en un ámbito seglar; y la de quienes se exponen a la aventura de los caminos, apoyando directamente a Jesús en su misión. Ambas formas son verdaderas y fecundas, y en ellas se revela la fuerza del amor agradecido que brota de la experiencia del perdón y la sanación.
Señor Jesús, Tú que aceptaste ser servido con cariño y generosidad por tantas mujeres en tu vida terrena, enséñanos a descubrir en nuestra vocación cotidiana el modo concreto de seguirte. Haz que te sirvamos con amor, desde la vida familiar o desde el camino abierto de la misión, y que nunca falte en tu Iglesia esa fidelidad agradecida que sostiene tu obra. Amén.
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