“Al salir Jesús de la sinagoga entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta, y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; y levantándose al instante, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y Él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos salían también demonios, gritando: ‘Tú eres el Hijo de Dios’. Pero Él los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que Él era el Cristo” (Lc. 4,38-41).
El Magnificat, el gran cántico de María, es su tercera palabra en los Evangelios. Nos es imposible comentarlo todo entero, pero demos algunas pinceladas. En él dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… porque ha mirado la humillación de su esclava”. La verdadera grandeza de María es dejarse mirar por Dios. Y dejarse mirar es dejarse querer, dejarse cuidar, dejar que Dios haga maravillas en nuestra vida.
María canta que Dios derriba a los poderosos y exalta a los humildes, que sacia a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Es la revolución silenciosa del Evangelio: Dios no se fija en los fuertes, en los que ponen toda su confianza en sí mismos (en lo que tienen, en lo que pueden, en lo que saben…), sino en los que se reconocen pobres y necesitados, en los que ponen toda su esperanza en Él. Ello nos revela la conmovedora ternura de Dios, que engrandece lo que el mundo desprecia.
En paralelo, el Evangelio de hoy nos muestra a Jesús inclinándose sobre los enfermos y liberando a los oprimidos. Es el cumplimiento visible de lo que María ya había proclamado en su cántico: el mismo Dios que mira a los humildes, toca con sus manos las heridas de quienes sufren para sanarlos, para salvarlos.
El Magnificat termina recordando: “Auxilia a Israel, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia”. También nosotros somos esa descendencia, porque Abraham es el padre de todos los que creen. Por eso, cada día, sostenidos por su fidelidad, somos invitados a cantar con María las maravillas de Dios en nuestra propia vida.
Señor, enséñame a dejarme mirar por ti, a dejarme querer y cuidar. Haz que no busque mi fuerza en el poder, sino en tu ternura. Que mi vida entera sea un canto agradecido, unido al de María, que proclama tu misericordia de generación en generación. Amén.
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