sábado, 13 de septiembre de 2025

PACIENTE SALVADOR


    “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna” (1 Tim. 1,15-16).


    En la primera lectura de la misa de hoy, San Pablo no disimula su miseria ni trata de ocultar su fragilidad: se reconoce pecador, y no cualquier pecador, sino “el primero”. Pero es precisamente ahí donde resplandece la grandeza de Cristo Jesús, el Salvador. Él no vino para otra cosa, sino para librarnos de la raíz de todos nuestros males: el pecado. Como dijo en el Evangelio: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc. 2,17). Porque Él nunca tuvo la pretensión de darnos una vida cómoda, ni de resolvernos las dificultades pasajeras, sino que su obra consistió en cargar con nuestra culpa, expiarla, destruirla con la Cruz. La conciencia de Pablo, lejos de hundirlo en la desesperanza, lo levanta en la confianza, porque experimenta que ser pecador no lo aparta de Dios, sino que lo acerca aún más a la compasión infinita de Cristo.


    De este modo, el pecado deja de ser motivo de angustia para convertirse en ocasión de misericordia. La paciencia de Cristo, que soporta, espera, perdona y transforma, se hace visible en Pablo y en cada uno de nosotros. El Señor se sirve de la miseria humana para mostrar su grandeza: cuanto más débil y roto está el hombre, más espléndidas aparecen la fuerza y la ternura de Dios. Y junto a la paciencia de Cristo resuena su palabra consoladora: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc. 12,32). La bondad y la paciencia de Dios son inagotables, y su invitación es clara: no temer, no desconfiar, abandonarse con seguridad en su amor.


    Señor Jesús, misericordioso Salvador de los pecadores, Tú que mostraste en San Pablo la inmensidad de tu paciencia, muéstrala también en mí. Dame confianza en tu misericordia y haz que mi vida, herida y frágil, pueda ser testimonio de tu amor que nunca se cansa de buscar a la oveja perdida. Amén.

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