miércoles, 3 de septiembre de 2025

TERCERA PALABRA DE MARÍA


    “Al salir Jesús de la sinagoga entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta, y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; y levantándose al instante, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y Él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos salían también demonios, gritando: ‘Tú eres el Hijo de Dios’. Pero Él los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que Él era el Cristo” (Lc. 4,38-41).


    El Magnificat, el gran cántico de María, es su tercera palabra en los Evangelios. Nos es imposible comentarlo todo entero, pero demos algunas pinceladas. En él dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… porque ha mirado la humillación de su esclava”. La verdadera grandeza de María es dejarse mirar por Dios. Y dejarse mirar es dejarse querer, dejarse cuidar, dejar que Dios haga maravillas en nuestra vida.


    María canta que Dios derriba a los poderosos y exalta a los humildes, que sacia a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Es la revolución silenciosa del Evangelio: Dios no se fija en los fuertes, en los que ponen toda su confianza en sí mismos (en lo que tienen, en lo que pueden, en lo que saben…), sino en los que se reconocen pobres y necesitados, en los que ponen toda su esperanza en Él. Ello nos revela la conmovedora ternura de Dios, que engrandece lo que el mundo desprecia.


    En paralelo, el Evangelio de hoy nos muestra a Jesús inclinándose sobre los enfermos y liberando a los oprimidos. Es el cumplimiento visible de lo que María ya había proclamado en su cántico: el mismo Dios que mira a los humildes, toca con sus manos las heridas de quienes sufren para sanarlos, para salvarlos. 


    El Magnificat termina recordando: “Auxilia a Israel, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia”. También nosotros somos esa descendencia, porque Abraham es el padre de todos los que creen. Por eso, cada día, sostenidos por su fidelidad, somos invitados a cantar con María las maravillas de Dios en nuestra propia vida.


    Señor, enséñame a dejarme mirar por ti, a dejarme querer y cuidar. Haz que no busque mi fuerza en el poder, sino en tu ternura. Que mi vida entera sea un canto agradecido, unido al de María, que proclama tu misericordia de generación en generación. Amén.

martes, 2 de septiembre de 2025

SEGUNDA PALABRA DE LA VIRGEN


    “En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad (…) Y todos se decían: ‘¿Qué palabra es esta? Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen’” (Lc. 4, 31-32.36).


    Con la mirada puesta en la fiesta de la Natividad de la Virgen María el próximo 8 de septiembre, como ayer, queremos seguir recorriendo estos días las palabras que la Virgen pronunció en el Evangelio. La segunda es: “Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 38).


    María se presenta como un día lo hizo Abraham. Es decir, con toda su pequeñez y su pobreza que se entregan totalmente a Dios. Es como si dijera: “Aquí estoy con todo lo que soy”. Es la actitud humilde de quien abre su corazón a la gracia.


    Después se reconoce como “la esclava del Señor”. No dice: “Aquí está la madre del Rey, que es necesaria”. No dice: “Seré, pues, la madre del Señor”. Lo que afirma es: “Aquí está la esclava del Señor”. El esclavo no reclama salario, no conserva nada para sí, vive en la gratuidad total. Así es María, enteramente de Dios, enteramente para Él. En esa pobreza radical resplandece su grandeza, porque quien se humilla será enaltecido.


    Cuando pronuncia su “hágase” se abre paso una nueva creación. El primer “hágase” en la Biblia fue: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Pero ahora María inaugura la nueva creación, la humanidad nueva en Cristo. No hay ni sombra de pasividad en sus palabras, sino cooperación activa con la obra de Dios, que encuentra en Ella una tierra fecunda. Y finalmente, todo esto se sostiene “según tu Palabra”. María confía únicamente en lo que Dios ha prometido. Guarda la Palabra en su corazón y la medita en silencio como fuente de luz y de fe.


    De este modo, en estas palabras sencillas se condensa la espiritualidad de María: disponibilidad, gratuidad, confianza y fe. Ella nos enseña a dejarnos plasmar por la Palabra de Dios, a vivir sin reservas, a pertenecer solo a Él y a creer que todo lo que promete lo cumple.


    Señor Jesús, danos un corazón humilde y confiado como el de tu Madre, para que también nosotros sepamos decir cada día: “Heme aquí, hágase en mí según tu Palabra”.

lunes, 1 de septiembre de 2025

PRIMERA PALABRA DE LA VIRGEN


    “Le entregaron el rollo del profeta y, desarrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido; me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos; a dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Y enrollando el libro, lo devolvió al ministro y se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’” (Lc. 4, 17-21).


        Con la mirada puesta en la fiesta de la Natividad de la Virgen María, el próximo 8 de septiembre, queremos recorrer estos días las palabras que la Virgen pronunció en el Evangelio. Son pocas, pero cada una de ellas encierra una luz preciosa para nuestra vida. Hoy comenzamos con la primera: ”¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc. 1,34).


    La primera palabra de María es una pregunta. No es la duda de quien desconfía, sino la actitud de quien cree y busca comprender. Zacarías, el padre de Juan Bautista, al recibir también un anuncio del ángel, pidió una señal como prueba, y quedó mudo como castigo. María, en cambio, no pide pruebas: su fe es firme en lo que Dios anuncia. Ella cree que dará a luz un hijo, cree lo imposible de Dios. Lo único que pregunta es cómo se cumplirá, porque se sabe pequeña y limitada.


    Otra enseñanza clave de esta escena es la humildad; la humildad es la verdad, y María se presenta ante Dios tal como es, sin máscaras. Reconoce su condición de virgen y lo expone con sencillez: “no conozco varón”. Esa humildad grande es la que abre paso al misterio. Porque preguntar así no es resistencia, sino disponibilidad. Es la pureza de corazón que no teme decir a Dios la propia realidad y que, por eso mismo, se hace capaz de recibir más luz.


    Además, esta pregunta provoca una revelación mayor: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. Y aquí aparece un hermoso vínculo con el Evangelio de hoy, donde Jesús proclama en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia”. El mismo Espíritu que fecunda a María para engendrar al Hijo es el que unge y envía a Jesús en su misión. María recibe al Espíritu para dar la vida; Jesús recibe al Espíritu para comunicar esa vida al mundo.


    De este modo comprendemos que no pasa nada con formular preguntas a la Palabra de Dios. El Señor quiere nuestra fe ilustrada, una fe que no se apoya en la razón, pero que es razonable. Creer no es dejar de preguntar, sino abrir nuestras preguntas al Espíritu, que responde en el tiempo de Dios. También nosotros, cuando la Palabra nos pide lo que parece imposible —perdonar de corazón, servir sin medida, confiar en medio de la oscuridad—, podemos sentir la misma dificultad. Entonces, como María, podemos decir: ”¿Cómo será eso, Señor?”. No es desconfianza, sino la oración humilde de quien cree en lo imposible de Dios y se dispone a acogerlo en la vida.


    Virgen María, tú que preguntaste con sencillez y humildad, enséñanos también a exponer ante Dios nuestras dudas sin miedo. Haz que no nos encerremos en la desconfianza, sino que, creyendo firmemente en la Palabra, sepamos presentarnos ante el Señor en la verdad de nuestra pequeñez. Que el Espíritu Santo ilumine nuestras preguntas y nos haga capaces de confiar en lo imposible de Dios. Amén.