martes, 30 de septiembre de 2025

DOCTOR MÁXIMO



 “Cumplo con mi deber, obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: ‘Estudiad las Escrituras’, y también: ‘Buscad, y encontraréis’, para que no tenga que decirme, como a los judíos: ‘Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios’. Pues, si, como dice el apóstol Pablo, ‘Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios’, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo. Por esto, quiero imitar al padre de familia que del arca va sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa que dice en el Cantar de los Cantares: ‘He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo antiguo’” (San Jerónimo, Prólogo al comentario sobre el libro del profeta Isaías, 1,2).


San Jerónimo (340-420), el llamado “doctor máximo de las Sagradas Escrituras”, nos enseña que la Palabra de Dios es el camino más seguro para llegar a Cristo. Descubrí sus escritos con mucho provecho a lo largo de un año en que habité un monasterio de monjes Jerónimos. En uno de estos escritos confiesa: “Obedezco los preceptos de Cristo, que dice: ‘Estudiad las Escrituras’ y también: ‘Buscad, y encontraréis’”. La Biblia no es un libro más, sino la voz del Señor que resuena en la historia y en nuestro propio corazón. Abrirla con fe es entrar en diálogo con Cristo vivo, que se revela como poder y sabiduría de Dios, y que quiere conducirnos por medio de su Palabra al misterio de la salvación.


En la Escritura descubrimos el rostro del Señor. Jerónimo lo proclama con ardor: “El que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Cada página santa es un lugar de encuentro con Él, cada versículo es un destello de su luz. El cristiano que descuida la Palabra de Dios se aleja de Cristo mismo, porque es en la Escritura donde palpita su Corazón. Los profetas, los salmos, el Evangelio entero son ecos de su voz, lámpara para nuestros pasos y fuerza en nuestras debilidades.


La imagen del padre de familia, y de la amada del Cantar de los Cantares, nos recuerdan la riqueza inagotable de la Biblia: “He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo antiguo”. Lo antiguo y lo nuevo se abrazan en Cristo, plenitud de la Ley y de los Profetas, cumplimiento de todas las promesas de Dios. La Palabra es luz que guía, fuerza que sostiene, herencia que recibimos y don que ofrecemos. Cuando dejamos que habite en nosotros, la Escritura se convierte en fuente de sabiduría y de amor, y Cristo mismo se instala en nuestro interior como huésped y Señor.


Señor Jesús, Palabra viva del Padre, enciende en nosotros hambre y sed de las Escrituras. Haz que las leamos con fe, que las meditemos con amor y que las guardemos en lo más profundo de nuestro corazón. Que nunca las descuidemos, para que conociéndolas podamos conocerte, amarte y seguirte con fidelidad. Haznos testigos de tu Evangelio, y que nuestra vida sea transparencia de tu luz y de tu sabiduría. Amén.

lunes, 29 de septiembre de 2025

MENSAJEROS DE LA SALVACIÓN


    “Se les atribuyen (a los ángeles) también nombres personales, que designan cuál es su actuación propia. Porque en aquella ciudad santa, allí donde la visión del Dios omnipotente da un conocimiento perfecto de todo, no son necesarios estos nombres propios para conocer a las personas, pero sí lo son para nosotros, ya que a través de estos nombres conocemos cuál es la misión específica para la cual nos son enviados. Y, así, Miguel significa: ‘¿Quién como Dios?’, Gabriel significa: ‘Fortaleza de Dios’ y Rafael significa: ‘Medicina de Dios’. Por esto, cuando se trata de alguna misión que requiera un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que sólo Dios puede hacer (…). A María le fue enviado Gabriel, cuyo nombre significa ‘Fortaleza de Dios’, porque venía a anunciar a aquel que, a pesar de su apariencia humilde, había de reducir a los Principados y Potestades (…). Rafael significa, como dijimos: ‘Medicina de Dios’; este nombre le viene del hecho de haber curado a Tobías, cuando, tocándole los ojos con sus manos, lo libró de las tinieblas de su ceguera (San Gregorio Magno, papa, Homilía 34,8-9).


    San Gregorio Magno nos ayuda a descubrir que los nombres de los arcángeles no son arbitrarios o decorativos, sino expresión de su misión en la historia de la salvación. Miguel, cuyo nombre mismo es un grito de fe: “¿Quién como Dios?”, aparece como el defensor de la soberanía divina frente al orgullo del maligno. Él recuerda que toda pretensión de ocupar el lugar de Dios conduce a la ruina, mientras que la humildad abre el corazón al triunfo del amor. Su presencia es aliento en nuestra lucha cotidiana contra las fuerzas del mal, que siempre buscan hacernos creer que podemos bastarnos a nosotros mismos.


    Gabriel, la “Fortaleza de Dios”, es enviado a María en la Anunciación. La fuerza divina se manifiesta en la pequeñez de aquella doncella inmaculada, en la pobreza de la casa de Nazaret, en la fragilidad del Niño concebido en su seno virginal. La verdadera fortaleza no aplasta, sino que tiende la mano para levantar; no domina, sino que sirve; no se impone, sino que se ofrece en la carne del Verbo hecho hombre. Gabriel nos enseña que Dios elige lo que parece débil para confundir a los poderosos, y que en nuestra debilidad resplandezca la potencia de su gracia.


    Rafael, “Medicina de Dios”, nos recuerda que el Señor no solo libra y fortalece, sino que también sana. En el libro de Tobías aparece como compañero de camino, protector y guía, pero sobre todo como aquel que cura la ceguera y expulsa el mal. Cada uno de nosotros lleva en el alma heridas que necesitan esa medicina divina. Rafael es signo de la ternura de Dios, que no deja sin alivio a los que sufren, sino que ofrece bálsamo y compañía en medio del dolor.


    Celebrar a los tres arcángeles es reconocer que Dios está presente en nuestras luchas, en nuestras debilidades y en nuestras heridas. Ellos nos conducen siempre hacia Cristo, el único Señor, porque en Miguel se proclama su Victoria, en Gabriel su Encarnación y en Rafael su Misericordia sanadora.


    Jesús, Señor de los ángeles, que envías a Miguel, Gabriel y Rafael a servirnos en tu Nombre, haz que también nosotros vivamos bajo tu poder, fortalecidos en la fe y curados en lo más profundo por tu gracia. Amén.

domingo, 28 de septiembre de 2025

EL HERMANO OLVIDADO


    “Te ruego entonces, padre (Abraham), que lo envíes (a Lázaro) a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos; que les dé testimonio, para que no vengan ellos también a este lugar de tormento’(infierno). Pero Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los Profetas; que los oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque un muerto resucite’.” (Lc. 16,27-31).


    En este pasaje del Evangelio de hoy –la parábola del rico glotón y del pobre Lázaro–, hace algún tiempo creí descubrir un simple detalle que podría convertirse en clave de lectura. Se trata de que el rico habla de cinco hermanos. Con él suman seis. Y seis, en la Sagrada Escritura, es un número de imperfección, imagen de lo incompleto, de lo que no llega a su plenitud. Es el número del hombre que no alcanza el séptimo día, el día de Dios, día de la verdadera comunión. Es también la cifra que evoca la maldad y la soberbia que se oponen al Señor, como el 666, cifra del anticristo en el libro del Apocalipsis.


    Esa fraternidad de seis es la que vive el rico con sus hermanos. Una fraternidad sustentada exclusivamente en la carne, hecha de banquetes, placeres, lujo y del poder que proporciona el clan. Una fraternidad imperfecta, cerrada en sí misma, incapaz de abrirse al pobre que está tendido a la puerta de su casa. Y, sin embargo, era Dios quien había puesto delante de ellos a Lázaro, aunque se habían hecho incapaces de verlo. Era él el llamado a ser el séptimo, el que completara la perfecta fraternidad. Pero lo ignoraron, se desentendieron, lo dejaron fuera. Por eso aquella familia quedó incompleta y sin salvación.


    Solo cuando se descubre que el pobre, el olvidado, el que parece que sobra, es en realidad el hermano que falta, entonces la fraternidad se hace perfecta: ya no fundada en la carne, sino en el espíritu; no en la soberbia, sino en el amor; no en el lujo, sino en la esperanza de la vida eterna. En cada Lázaro que nos sale al encuentro, Dios nos da la posibilidad de completar nuestra familia, de pasar del número de la imperfección al número de la plenitud. Y esa posibilidad es una oportunidad que no podemos desperdiciar.


    “Señor Jesús, abre nuestros ojos para que seamos capaces de reconocer al hermano que nos falta. No permitas que nuestra vida quede incompleta, perdida en la vanidad de los bienes que pasan. Haznos descubrir en el pobre y olvidado la llave que nos abre a la comunión perfecta de tu Reino. Amén.”

sábado, 27 de septiembre de 2025

NUESTROS SEÑORES LOS POBRES


    “Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales, ya que, con frecuencia, son rudos e incultos. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. (…) Así pues, si dejáis la oración para acudir con presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al mismo Dios. La caridad, en efecto, es la máxima norma, a la que todo debe tender: ella es una ilustre señora, y hay que cumplir lo que ordena”. San Vicente de Paúl (Carta 2546, Correspondance, entretiens, documents). 


    San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, nos enseña a mirar a los pobres con los ojos de la fe. Si nos quedamos en las apariencias externas, en su modo de vestir o de hablar, en su ignorancia, en su falta de aseo o en la rudeza de su trato, corremos el riesgo de despreciarlos. Pero la fe nos revela un misterio: en cada necesitado está Cristo mismo, que quiso hacerse pobre para nuestra salvación. Por eso, cada vez que encontramos a un hermano necesitado —ya sea de alimento, de afecto, de compañía, de consejo o de esperanza—, debemos descubrir en él la imagen viva del Hijo de Dios.


    Esta mirada de fe nos abre al servicio de la caridad en todas sus formas. No solo se trata de compartir bienes materiales, sino también de vivir las obras de misericordia espirituales: consolar, aconsejar, acompañar, perdonar, sostener en la fe. Todo lo que hagamos por amor a un necesitado lo hacemos por amor a Cristo, que en el Evangelio nos dijo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25,40). Servir al pobre es servir al mismo Señor.


    Por eso, ni siquiera la oración puede ser excusa para descuidar al hermano que nos necesita. El amor es la norma suprema, a la que todo debe tender. La caridad es más que un mandamiento: es una “ilustre señora”, como decía San Vicente de Paúl, que reclama de nosotros obediencia total. La oración y la acción se complementan y se fecundan mutuamente, pero cuando alguien nos reclama en su pobreza, acudir a él es responder al mismo Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a reconocerte en los pobres y en todos los necesitados de algo. Haz que nuestra oración nos lleve siempre a la acción y que nuestro servicio, humilde y alegre, sea siempre una ofrenda de amor a ti, que vives en los pequeños y en los que sufren. Amén.



viernes, 26 de septiembre de 2025

BIENAVENTURADOS LOS INÚTILES

    ”¡Ánimo gentes todas! –oráculo del Señor–. ¡Adelante, que estoy con vosotros! –oráculo del Señor del universo–. Ahí está mi palabra, la que os di al sacaros de Egipto; y mi espíritu está en medio de vosotros. ¡No temáis! Pues esto dice el Señor del universo: Dentro de poco haré temblar cielos y tierra, mares y tierra firme. Haré temblar a todos los pueblos, que vendrán con todas sus riquezas y llenaré este templo de gloria, dice el Señor del universo. (…) Mayor será la gloria de este segundo templo que la del primero, dice el Señor del universo. Y derramaré paz y prosperidad en este lugar” (Ag. 2,4-9).


    Continuamos hoy leyendo al profeta Ageo, y nos damos cuenta de que la Palabra de Dios nunca es estática ni neutral. Siempre nos empuja hacia adelante, siempre nos saca de la mediocridad y nos invita a la confianza y a la osadía. El Señor no quiere que nos instalemos en un equilibrio cómodo que al final es pura tibieza y mundanidad. Nos llama a la conversión, a vivir con dinamismo, a dejarnos conducir por su Espíritu. Él puede poner a su servicio la creación entera y la historia de los hombres para llevar adelante y realizar sus planes de amor.


    Y lo sorprendente es que quiere llevar a cabo esa obra contando con nosotros. Pero no se fija en los más brillantes ni en los más capaces. Busca corazones dispuestos, instrumentos dóciles. Y a propósito de esto: existe una bienaventuranza que no está recogida en la Sagrada Escritura, pero que reconozco igualmente como verdadera porque un día, hace tiempo, el Señor me la susurró al oído y grabó en el corazón: “Bienaventurados los inútiles, porque ellos son imprescindibles para Dios”.


    Por inútiles entiendo a quienes se saben y aceptan como pobres y limitados, los que reconocen que nada pueden por sí mismos que sea realmente importante, los que por ello dejan libres las manos de Dios para que actúe según su poder y su grandeza. Y entonces, a través de ellos, Él obra maravillas. Porque lo que vale no es nuestra fuerza ni nuestro talento, sino su Espíritu en nosotros. Terminemos, pues,  escuchando a nuestro Dios que, a través de Ageo, nos dice: “¡Adelante, que estoy con vosotros!”.


    Jesús, danos la humildad de reconocernos pequeños e incapaces, para que así Tú seas grande en nosotros. Haznos instrumentos dóciles en tus manos y que tu gloria, tu paz y tu prosperidad llenen nuestra vida y la vida de cuantos Tú pongas a nuestro lado. Amén.



jueves, 25 de septiembre de 2025

UN DIOS OLVIDADO


    “Este pueblo anda diciendo: ‘No es momento de ponerse a construir la casa del Señor’. La palabra del Señor vino por medio del profeta Ageo: ‘¿Y es momento de vivir en casas lujosas mientras que el templo es una ruina? Ahora pues, esto dice el Señor del universo: Pensad bien en vuestra situación. Sembrasteis mucho y recogisteis poco; coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no entráis en calor; el trabajador guarda su salario en saco roto’” (Ag. 1,2-6).


    La primera lectura de la misa de hoy es del profeta Ageo, el cual levanta su voz en medio de un pueblo solo preocupado por sus intereses materiales, olvidado de Dios. Ellos habían regresado del destierro y, en lugar de reconstruir el Templo, habían centrado sus esfuerzos en asegurar su bienestar. El resultado, sin embargo, es un vacío interior: trabajan mucho, pero recogen poco; buscan saciarse, pero nunca quedan satisfechos. Cuando Dios es olvidado, incluso las cosas buenas de esta vida pierden su sabor.


    Este pasaje es sorprendentemente actual. Vivimos en una sociedad que multiplica bienes y comodidades, pero al mismo tiempo crece la sensación de insatisfacción entre la gente. El consumo se convierte en una carrera sin meta y la felicidad se escapa como agua entre las manos. Nos parecemos demasiado a aquel pueblo: guardamos el salario en saco roto, porque nos falta lo esencial, la presencia de Dios. Solo Él da sentido a los esfuerzos, hace verdaderamente fecundo el trabajo, llena de paz el corazón y ordena las prioridades de la vida.


    La llamada de Ageo es clara: “Pensad bien en vuestra situación”. El profeta nos invita a detenernos, a reflexionar, a reconocer que sin Dios nuestra vida se convierte en una ruina, por más lujosas que sean las casas que habitemos, por más delicados y ecológicos los alimentos que tomemos, por más cómodas y elegantes las ropas que vistamos. Levantar la casa del Señor en nuestro corazón, en nuestra familia, en nuestra sociedad, no es algo secundario: es la condición imprescindible para que todo lo demás florezca. ¿Cuándo seremos capaces de creerlo de verdad?


    Señor, abre nuestros ojos para reconocer que sin ti todo es vacío. Danos la gracia de volver a ti, de levantar en nuestra vida tu templo, de ponerte en el centro de nuestras familias y de nuestra sociedad. Haz que no vivamos como mendigos: saciados de cosas pero pobres de ti, sino como hijos que encuentran en ti su riqueza y su descanso. Amén.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

MERCED DE DIOS

    “Ni hay palabras para expresar hasta qué punto el mundo es deudor a María; porque a esta Señora, toda suerte de personas y todo género de estados le deben lo que son, como a principio de su restauración. ¿En qué hubiera parado el mundo, si María no hubiera estado de por medio? (…) Verdad es que, en decir ‘es nuestra Madre e Inspiradora de nuestra Orden’ se dice todo. Que como en el título de Madre de Dios se dice cuanto el cielo pudo darla, con el título de ‘Madre nuestra’ decimos cuanto nos ha podido conceder.” (Fray Melchor Rodríguez de Torres, Ejercicios de vida espiritual, c. 10).


    La Virgen de la Merced es el signo más hermoso de que Dios no abandona nunca a los suyos. Ella es prenda de misericordia, alivio para los que sufren y puerta abierta hacia la verdadera libertad. Allí donde hay cadenas que aprisionan el corazón, María tiende sus manos para llevarnos a Cristo, que es el único que salva. Su presencia a lo largo de la historia ha sido refugio para los oprimidos y esperanza para los que no encontraban salida.


    La Virgen de la Merced está también en la raíz de una gran obra de misericordia en la Iglesia: la Orden de la Merced, fundada en España por san Pedro Nolasco para redimir cautivos, para devolver la libertad a tantos hombres y mujeres encadenados en los calabozos de la esclavitud. Esa misión histórica sigue viva en el carisma mercedario, que nos recuerda que la fe no es indiferente ante la opresión. Y yo mismo confieso que le guardo una entrañable devoción, porque en el mismo día de mi bautismo fui consagrado a la Virgen de la Merced por deseo de mi familia. Esa consagración primera se ha convertido para mí en un lazo que me une de manera especial a esta advocación. No es solo un recuerdo familiar, sino la conciencia de que María ha estado presente desde el inicio de mi vida cristiana, acompañando mi camino.


    Celebrar hoy su memoria es reconocer que todos estamos necesitados de liberación: de la esclavitud del pecado, de los distintos vicios que inundan nuestro mundo, quitando la libertad a los hombres de este siglo XXI, de las ataduras del egoísmo, de los miedos que nos encadenan por dentro. María de la Merced nos recuerda que ninguna prisión es definitiva cuando Dios actúa, y que su amor maternal sigue intercediendo para que cada uno de nosotros experimente la salvación de Cristo.


    María Santísima de la Merced, Señora de la misericordia y del consuelo, mira nuestras cadenas y ven a liberarnos. Acompaña a los que sufren, da esperanza a los cautivos, abre caminos de gracia donde todo parece cerrado. Llévanos a tu Hijo Jesús, para que en Él encontremos la verdadera libertad y la alegría de la salvación. Amén.

martes, 23 de septiembre de 2025

UN CRUCIFICADO DEL SIGLO XX


    “El alma, si quiere reinar con Cristo en la gloria eterna, ha de ser pulida con golpes de martillo y cincel, que el Artífice divino usa para preparar las piedras, es decir, las almas elegidas. ¿Cuáles son estos golpes de martillo y cincel? Hermana mía, las oscuridades, los miedos, las tentaciones, las tristezas del espíritu y los miedos espirituales, que tienen un cierto olor a enfermedad, y las molestias del cuerpo. Dad gracias a la infinita piedad del Padre eterno que, de esta manera, conduce vuestra alma a la salvación. ¿Por quéll no gloriarse de estas circunstancias benévolas del mejor de todos los padres? Abrid el corazón al médico celeste de las almas y, llenos de confianza, entregaros a sus santísimos brazos: como a los elegidos, os conduce a seguir de cerca a Jesús en el monte Calvario.” (San Pío de Pietrelcina, Escritos).


     Hoy celebramos la fiesta de San Pío de Pietrelcina (1887-1968), el gran santo estigmatizado, profeta del siglo XX y testigo luminoso de Cristo crucificado. Durante más de cincuenta años llevó en su cuerpo las llagas de Jesús, y en su alma compartió los sufrimientos del Señor con una entrega que conmovía a todos los que lo conocían. Fue un humilde fraile capuchino -se definía a sí mismo como “un fraile que reza”- y confesor incansable, al que acudían multitudes en busca de reconciliación y consuelo.


    El texto que hemos leído refleja con exactitud lo que fue su propia vida: un alma golpeada por el cincel de Dios, purificada en la prueba y moldeada en la cruz. Sus enfermedades físicas, sus noches oscuras, las incomprensiones e incluso las persecuciones que sufrió dentro y fuera de la Iglesia, todo lo aceptaba como martillazos del Artífice divino que lo configuraban cada vez más con Cristo. Así, su vida entera fue un taller de santidad en el que la gracia actuó con fuerza.


    San Pío nos enseña a reconocer en las pruebas de cada día una oportunidad para dejarnos esculpir por el amor de Dios. Aunque nos asalten tentaciones, caídas, fracasos, enfermedades o tristezas, podemos mirar al crucifijo y descubrir que en cada golpe de cincel está escondido un misterio de misericordia. Como él, estamos llamados a confiar en el “médico celeste de las almas” y a ponernos en sus manos con total abandono.


    Jesús crucificado, Tú que formaste en San Pío un vivo reflejo de tu Pasión para los hombres de nuestro tiempo, enséñanos a aceptar con confianza los golpes de cincel que nos da la vida. Que las pruebas no nos aparten de ti, sino que nos unan más estrechamente a tu Corazón, hasta que lleguemos a reinar contigo en la gloria. Amén.

lunes, 22 de septiembre de 2025

LÁMPARAS ENCENDIDAS


    “Nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener” (Lc. 8, 16-18).


    El conocimiento del Evangelio y de la doctrina cristiana no sirve de nada si permanece escondido. Encender la lámpara y colocarla en el candelero no significa presumir de fe ni exhibirse vanidosamente como creyente; significa dejar que la luz de Cristo ilumine nuestras obras y que nuestra vida se mantenga en plena coherencia con lo que creemos. Solo así quienes nos rodean verán la claridad de la fe y encontrarán en ella orientación y consuelo. Además, acoger el don es la primera forma de agradecerlo. 


    El Señor añade: “Nada hay oculto que no llegue a descubrirse”. Puede entenderse en la misma línea: si intentamos aparentar una virtud que no poseemos, tarde o temprano se descubrirá la falsedad de nuestro corazón. No basta con parecer iluminados: la lámpara interior ha de estar realmente encendida. También puede entenderse en sentido más amplio: nada está oculto para Dios ni para la multitud de los ángeles y bienaventurados del cielo. Vivimos siempre bajo la mirada de una inmensa asamblea que contempla nuestra carrera (Hb. 12,1).


    Por último, Jesús pronuncia un aforismo decisivo: “Al que tiene se le dará; al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener”. La vida cristiana encierra un poderoso dinamismo de crecimiento. Las virtudes crecen o se desarrollan cuando se ejercitan. La fe, la esperanza, el amor… la gracia misma, se acrecientan en la medida en que nos abrimos al don de Dios. El secreto está en la gratitud: reconocer los dones recibidos nos hace capaces de recibir más. Quien agradece, crece; quien se encierra en sí mismo, termina perdiendo hasta lo que pensaba tener.


    Señor Jesús, Tú que eres la Luz verdadera y la fuente misma de toda luz, mantén encendida la lámpara de nuestra fe. Haz que vivamos con coherencia y gratitud, para que nuestras obras reflejen la claridad de tu Evangelio y nos puedas abrir cada día a nuevas gracias. Amén.

domingo, 21 de septiembre de 2025

QUE TODOS SE SALVEN…


    “Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos; este es un testimonio dado a su debido tiempo y para el que fui constituido heraldo y apóstol –digo la verdad, no miento–, maestro de las naciones en la fe y en la verdad. Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones” (1 Tim. 2, 3-8).


    Continuamos este domingo teniendo una lectura de la primera carta de San Pablo a su hijo Timoteo. Y lo primero que resalta en este pasaje es la voluntad universal de salvación: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. No se trata de una oferta limitada a unos pocos, sino de un designio abierto a toda la humanidad. Y el camino de esa salvación está claramente señalado: Jesucristo. Él mismo lo dijo en el Evangelio de san Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí” (Jn. 14, 6). No hay otro mediador: solo Cristo, el Hijo hecho hombre, entregado en rescate por todos.


    San Pablo, consciente de este misterio, no se mira a sí mismo, sino al Señor a quien anuncia. Por eso reivindica su papel de apóstol y maestro de las naciones: no por importancia personal, sino porque le ha sido confiada la misión de proclamar la verdad. Él es heraldo de una salvación que no nace de él, sino de Cristo. En esa claridad Pablo encuentra su identidad: ser enviado a todos para predicar la fe y la verdad.


    De ahí que la exhortación final nos interpele también hoy: orar en todo lugar, alzando manos limpias, sin ira ni divisiones. La oración auténtica no se mide por la elocuencia, sino por la pureza del corazón y la reconciliación con los hermanos. Así la Iglesia prolonga el deseo de Dios: que todos sean salvados, que todos lleguen a la verdad en Cristo, único mediador.


    Señor Jesús, Tú que eres el único mediador entre Dios y los hombres, fortalece nuestra fe en ti, abre nuestro corazón al deseo de la unidad y enséñanos a orar con manos limpias, sin divisiones, para que nuestra vida sea testimonio de la salvación que Tú ofreces a todos. Amén.

sábado, 20 de septiembre de 2025

LA FUERZA PARA LLEGAR


    “Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Tim. 6, 13-16).


    San Pablo le recuerda a Timoteo el testimonio de Jesús ante Pilato. El Señor no se defendió a sí mismo, sino que confesó la verdad de Dios como único Señor y fuente de toda vida. Ese testimonio lo selló luego con su muerte en la cruz. Por eso, la exhortación a Timoteo tiene la máxima seriedad: se trata de guardar el mandamiento del Evangelio con fidelidad y sin reproche, a la espera de la manifestación gloriosa del Señor.


    El joven Timoteo, al que Pablo llama “su hijo”, había sido recogido y educado por él, y lo acompañó en viajes y misiones. A ese muchacho convertido en colaborador, el apóstol no solo le anima, sino que le ordena con toda seriedad que persevere hasta el final. Porque lo difícil no es comenzar, sino terminar: emprender un camino puede ser fácil, concluirlo exige constancia; iniciar un proyecto entusiasma, pero llevarlo hasta la meta es lo arduo; empezar a escribir un libro es divertido, pero terminarlo puede ser estresante. Así también en la vida cristiana: lo decisivo es la perseverancia, mantenerse fieles hasta la parusía, la venida gloriosa del Señor.


    Y sin embargo, hasta la misma perseverancia es gracia. Nadie llega al final solo con sus propias fuerzas: se llega sostenido por Aquel que es el único inmortal, que habita en una luz inaccesible. De ahí brotará la humildad que debe adornar al creyente: de pedir la gracia de ser constantes, de guardar sin mancha el Evangelio recibido, de vivir con la mirada puesta en Cristo que volverá como Rey de reyes y Señor de los señores.


    Señor Jesús, Tú que diste buen testimonio ante Pilato y permaneciste fiel hasta la Cruz, concédenos la gracia de la perseverancia. Haz que sepamos guardar tu Evangelio sin mancha, vivirlo con alegría hasta el final de nuestra vida, y esperar con confianza el día en que te manifestarás en gloria. Amén.

viernes, 19 de septiembre de 2025

DISCÍPULAS


    “Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes” (Lc. 8, 1-3).


    El Evangelio de la misa de hoy nos muestra un detalle importante de la vida pública de Jesús: no caminaba solo. Los Doce, ya lo sabíamos, le acompañaban siempre; pero también un grupo de mujeres. Y en este dato, aparentemente sencillo, descubrimos la riqueza de modos diversos en que se configuró el discípulado del Señor. Algunas mujeres lo  siguieron sin abandonar su ámbito familiar, como las hermanas Marta y María de Betania, que cuidaban a su hermano Lázaro y acogían en su casa a Jesús cuando viajaba a la cercana Jerusalén. La Santísima Virgen misma continuó viviendo en Nazaret, aunque su Hijo recorría los caminos. Ellas fueron discípulas en la vida doméstica, siguiendo al Señor desde la casa, con una fidelidad silenciosa y firme.


    Pero hubo también otras mujeres que optaron por dejar atrás su hogar para lanzarse a la inseguridad de los caminos, como lo hacían muchos discípulos varones. Estas no fueron enviadas a predicar, pero servían personalmente a Jesús, cuidaban de sus necesidades y le acompañaban con un amor servicial, concreto y fiel. El Evangelio cita los nombres de algunas: María Magdalena, Juana, Susana… y añade “otras muchas”. Algunas de ellas incluso sostenían con sus propios bienes a Jesús y a sus discípulos, aportando ese toque femenino de delicadeza y dulzura que acompañó la vida cotidiana del Señor.


    Así, la Iglesia reconoce en estas mujeres dos maneras de discipulado: la de quienes permanecen en casa, siguiendo a Jesús desde la familia, en un ámbito seglar; y la de quienes se exponen a la aventura de los caminos, apoyando directamente a Jesús en su misión. Ambas formas son verdaderas y fecundas, y en ellas se revela la fuerza del amor agradecido que brota de la experiencia del perdón y la sanación.


    Señor Jesús, Tú que aceptaste ser servido con cariño y generosidad por tantas mujeres en tu vida terrena, enséñanos a descubrir en nuestra vocación cotidiana el modo concreto de seguirte. Haz que te sirvamos con amor, desde la vida familiar o desde el camino abierto de la misión, y que nunca falte en tu Iglesia esa fidelidad agradecida que sostiene tu obra. Amén.