viernes, 31 de octubre de 2025

¡EN CASA!



    “Digo la verdad en Cristo, no miento; mi conciencia me atestigua en el Espíritu Santo que tengo una gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón, pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne; los israelitas, de quienes es la adopción, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas y de los cuales procede Cristo según la carne, Él que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos. Amén” (Rm. 9,1-5).


    Ayer regresé a mi casa después de una larga estancia fuera. Es una sensación extraña y agradable reencontrarse con el propio hogar. Todo me resulta familiar y dulce: los muebles, los libros, los cuadros y objetos que llenan el salón y que siempre han acompañado mi vida. En las paredes cuelgan los retratos de mis abuelos y de mis padres, pintados por mi abuelo materno —entre ellos su autorretrato, realizado cuando tenía quince años—, y también paisajes, algunos de los cuales evocan lugares de mi infancia. Imágenes del Corazón de Jesús y de la Santísima Virgen me observan también desde distintos ángulos. Todas son presencias silenciosas que me miran desde el tiempo y me hablan sin palabras. En este espacio tan familiar vuelve a latir mi historia y, por tanto, palpita de una forma particular mi fe. Por eso la soledad no la veo como algo amenazador, porque está poblada de afectos. El silencio es un silencio lleno, habitado, como si las cosas alentaran conmigo y recordaran conmigo.


    La Palabra de Dios que se proclama hoy en la misa expresa algo semejante. Pablo, escribiendo a los Romanos, vuelve también él a su hogar interior: a su pueblo, a sus raíces, a la fe que recibió y que lo sostuvo desde siempre. Habla con una emoción profunda, con esa mezcla de gratitud y de dolor que sentimos cuando miramos hacia atrás y descubrimos cuánto debemos a quienes nos precedieron. Su fe, como la nuestra, tiene carne, memoria, nombres, rostros concretos... En esa memoria está Cristo, cumplimiento de todas las promesas y de todas las profecías, la Presencia por excelencia que da sentido a la historia humana.


    También nosotros, al volver a casa, redescubrimos que nuestra vida no empieza en nosotros mismos. Venimos de una herencia; tenemos una historia. Venimos de la fe que nos transmitieron aquellos que nos amaron, cuyas palabras resuenan aún en nuestros oídos y cuyos sacrificios siguen siendo vida para nosotros. Venimos de su esperanza. Por eso, cada objeto y cada rincón puede volverse una parábola del amor y de la fidelidad de Dios a lo largo del tiempo.


    Y en medio del silencio sentimos que el Señor está presente en esa continuidad invisible que une el pasado con el presente y, de alguna manera, también la tierra con los que ya están en el cielo. Un cielo que es como el hogar al que yo he vuelto hoy.


    Señor Jesús, al volver a casa sentimos tu paz. Gracias por los que nos precedieron y nos transmitieron la fe. Que sepamos custodiar lo recibido, vivirlo con gratitud y hacerlo fecundo en el amor, para que Tú sigas habitando en nosotros y en nuestros hogares. Amén.

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