sábado, 25 de octubre de 2025

RUINAS, LUZ Y SILENCIO


    Continúo en Castrojeriz, en la provincia de Burgos, dando ejercicios espirituales a las monjas de Santa Clara. Este lugar me ha enamorado. Es uno de esos pueblos donde el Camino de Santiago parece detenerse para respirar, como si también el espíritu del peregrino necesitara aquí una pausa para contemplar. Las calles silenciosas, las casas de piedra y los campos que rodean el pueblo crean una atmósfera de recogimiento. Todo invita a mirar hacia adentro y a dejarse envolver por una paz antigua, casi monástica.


    En el camino de entrada al pueblo, unos tres kilómetros antes, las ruinas del antiguo monasterio de los Antonianos conservan todavía el alma de la hospitalidad. Allí, entre sus viejas piedras, una pequeña asociación ha abierto un refugio muy humilde, totalmente gratuito: una habitación con doce literas, otra que sirve de comedor y lugar de encuentro, y todo sin luz eléctrica. El agua se trae en cubas y se administra con cuidado. Pero lo esencial no falta: siempre hay una jarra de café caliente y unas galletas para quien se detenga unos minutos a descansar. Todo está atendido por voluntarios; los que encontré ayer eran dos jóvenes italianos. No hay lujos ni comodidades, pero sí hay algo más valioso: una alegría serena, una fraternidad silenciosa que hace presente el Evangelio. Entre aquellas piedras medio derruidas late todavía el espíritu de san Antón, el de aquella extinguida orden religiosa instituida para practicar la compasión en el cuidado de los enfermos y peregrinos. Nos recuerda que el amor cristiano no necesita grandes medios para ser fecundo.


    Más arriba, la Colegiata de Santa María se alza majestuosa, imponente en su empaque de catedral. Sus muros góticos, sus retablos, sus esculturas y su grandiosidad abruman. Uno entra con el polvo del camino en los pies y sale con el alma encendida. Allí se experimenta con fuerza la presencia de Dios a través de la belleza. Porque la verdadera belleza, cuando no se mancha de orgullo ni de vanidad, se convierte en oración: eleva, purifica, evangeliza. En el silencio de la Colegiata las piedras parece que siguen cantando todavía las alabanzas divinas, aunque su coro esté ya desierto.


    Y la iglesia de San Juan Bautista guarda tesoros que sorprenden: ocho tapices flamencos, magníficos, que representan las distintas artes y ciencias humanas. Como si la fe y la cultura se dieran aquí la mano, recordándonos que toda búsqueda sincera de la verdad conduce, antes o después, hacia la Sabiduría de Dios. El arte y la ciencia, cuando son humildes, también pueden ser caminos de santidad. Y el claustro, sobrio y espacioso, prolonga ese mismo espíritu: fue construido cuando el templo estuvo ocupado por la orden militar y caballeresca de Santiago. Sus miembros, que eran también religiosos, necesitaban un espacio de oración y de vida común, y así el claustro conserva aún esa mezcla de recogimiento y nobleza que caracteriza a los hombres de armas que también supieron ser hombres de fe.


    Al final de un bellísimo paseo, regreso al monasterio de Santa Clara, apartado en medio del campo. Todo allí es también silencio, recogimiento y oración. Las hermanas, ocultas tras los muros y rejas de su clausura, velan día y noche sobre el pueblo y sobre los peregrinos que pasan en goteo interminable. Rezan por ellos, por todos los que caminan, por quienes se detienen y por quienes buscan. Su oración invisible sostiene a este Castrojeriz luminoso y pobre, donde las ruinas, las piedras y la belleza hablan un mismo lenguaje: el de un Dios que se deja encontrar en todo lo que es verdadero, humilde y bello.


    Señor Jesús, que el alma aprenda a detenerse, a contemplar y a agradecer. Que en los caminos de la vida sepamos descubrirte tanto en la pobreza acogedora como en la belleza que eleva. Y que, como las hermanas de Santa Clara, también nosotros aprendamos a velar orando por quienes caminan. Amén.

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