“Dijo uno de entre la gente a Jesús: ‘Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia’. Él le dijo: ‘Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?’ Y les dijo: ‘Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’” (Lc. 12,13-15).
Ayer, en nuestra peregrinación, estuvimos en Santo Toribio de Liébana, venerando el Santo Lignum Crucis, que allí se custodia desde el siglo VIII. Contemplar aquel fragmento del madero donde fue clavado el Salvador da sentido nuevo al Evangelio de hoy. Ante la Cruz se desvanecen los falsos valores: el afán de poseer, de acumular, de medir la vida por el tener. El Lignum Crucis nos muestra que el verdadero tesoro del hombre, allí donde debemos poner nuestro corazón, no está en la tierra, sino en el amor que se entrega y en la fe que sostiene.
El Señor, al rechazar ser árbitro de una herencia, nos invita a mirar más alto. La vida no se garantiza con bienes materiales, sino con fidelidad al amor crucificado. Solo quien contempla la Cruz entiende que lo esencial no se compra ni se reparte: se recibe como don. Tampoco los propios derechos están para que los defendamos con uñas y dientes, sino para renunciarlos con mansedumbre cuando Jesús nos lo pida. Porque en la pobreza de Cristo está la verdadera riqueza del alma; y en su despojo, la victoria sobre toda codicia.
Señor Jesús, en el Santo Lignum Crucis adoramos el misterio de tu entrega: líbranos de la codicia y del apego a los bienes de este mundo. Enséñanos a reconocer en la pobreza de la Cruz la plenitud de la Vida. Haznos vivir confiados en tu amor y en todos los dones del Espíritu Santo, únicos bienes que no pasan. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario