“Habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas. Alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles. Por lo cual Dios los entregó a las apetencias de su corazón, a una impureza tal que degradaron sus propios cuerpos; es decir, cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y dando culto a la criatura y no al Creador, el cual es bendito por siempre. Amén” (Rom. 1, 21-25).
El hombre, creado por Dios con inteligencia, puede conocer a su Creador a través de la razón natural. Las huellas de Dios están grabadas en la creación, y la mente humana, si es recta, puede elevarse desde lo visible hacia lo invisible. Pero el corazón humano, cuando se deja arrastrar por las pasiones, pierde la claridad interior. La mente se enturbia, la conciencia se debilita, y la razón, que debería conducir al conocimiento de la verdad, se convierte en instrumento de justificación del pecado. Así, como escribió el Apóstol, los hombres “cambiaron la verdad de Dios por la mentira”, y al dejar de adorar al Creador, terminaron adorando sus propias obras.
Hoy, ese drama descrito por San Pablo se repite con nuevas formas. El hombre moderno no se postra ante ídolos de piedra, pero sí ante ideologías que deforman su inteligencia. En nombre de la libertad o del progreso, niega lo evidente y se enfrenta a la misma realidad que debería acoger. Niega la diferencia entre el bien y el mal, entre el hombre y la mujer, entre lo natural y lo antinatural. Pretende construir un mundo según su mente, no según lo que existe. Esta negación de la realidad —profetizada ya por el Apóstol— no es un signo de lucidez, sino la consecuencia de un corazón entenebrecido y una razón desviada. Es el fruto amargo del pecado: cuando el hombre rompe con Dios, termina rompiendo con la verdad del ser.
Vivimos en un mundo sin Dios, pero no sin idolatrías. Los ídolos modernos son más sutiles: el dinero, el poder, el placer, el cuerpo, la tecnología, el propio yo. Cuando el hombre niega a Dios, no se libera: se degrada. Pierde el sentido de su dignidad y se encadena a lo que no puede salvarlo. Por eso, el regreso a Dios es también el regreso a la razón, a la verdad… a la realidad misma. Solo el que reconoce al Creador recupera la claridad y la libertad.
Señor Jesús, Luz verdadera, disipa las tinieblas de la mente y del corazón de los hombres de nuestro tiempo. Ilumina en ellos la razón y sana la voluntad. Que el mundo, tan ofuscado y tan herido, vuelva a ti, Señor, y encuentre en ti la única verdad que no engaña y la única libertad que no destruye. Así sea.
 
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