Me encuentro en Italia acompañando una peregrinación. Hoy hemos pasado el día en Roma y he tenido la oportunidad de atravesar las Puertas Santas de las cuatro Basílicas Mayores de la Urbe.
Atravesar una Puerta Santa no es un simple gesto ritual. Es un signo visible de lo que el corazón busca: cruzar de la vida vieja a la vida nueva, dejar atrás el pecado y abrirse a la gracia. Hoy, en Roma, las cuatro Basílicas Mayores han sido como las cuatro estaciones de un camino de esperanza. San Pedro nos habla de la firmeza de la fe, de la roca sobre la que Cristo quiso edificar su Iglesia. Y San Juan de Letrán nos recuerda que la Iglesia tiene en Roma una casa madre, la Catedral de la diócesis, donde palpita la unidad visible de todo el pueblo de Dios.
Pero ha sido en las otras dos donde se ha conmovido mi corazón. Santa María la Mayor nos envuelve con la ternura de María. Allí, en la primera iglesia de Occidente dedicada a Ella, la Madre se hace presente de un modo especial en el icono antiquísimo de la Salus Populi Romani, la salud del pueblo romano. Conserva también este templo la reliquia del pesebre de Cristo. Por eso todo allí habla de cercanía y de ternura: de la Madre que acompaña a sus hijos, y del Niño -el Enmanuel- que quiso venir a nosotros en la cruda pobreza del establo de Belén. En este templo, la fe se hace para nosotros caricia y consuelo.
Y San Pablo Extramuros, con su sobriedad majestuosa, nos conduce al corazón ardiente del apóstol de los gentiles. Bajo su altar papal reposa aquel que proclamó: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20). El monasterio benedictino que custodia la Basílica prolonga hasta hoy esa armonía de oración, trabajo y belleza que tanto nos atrae. Allí se percibe que la Iglesia tiene cimientos de fe inquebrantables, sostenidos por quienes dieron la vida por Cristo.
Señor Jesús, que el hecho de atravesar las puertas de tus templos en este Año Santo, implique también atravesar las puertas de nuestros corazones. Que dejemos atrás el peso de nuestros pecados y nos abramos a la gracia de tu misericordia. Haz que María, Madre tierna, y Pablo, apóstol incansable, nos acompañen siempre en el camino que conduce hacia ti. Amén.
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