“Algunos de entre la multitud dijeron: ‘Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios’. (…) Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: ‘Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. (…) pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros’. (Lc. 11, 14-20).
Jesús afronta con serenidad la acusación absurda de que su poder proviene del mal. No amenaza, no maldice ni responde con irritación. Más bien intenta recuperarlos razonando con ellos para que comprendan hasta qué punto su juicio está torcido. Les muestra que el mal no puede combatir al mal y que pensar lo contrario es puro disparate. Si el demonio se enfrentara a sí mismo, su propio reino se destruiría. Jesús los invita a pensar con rectitud y a reconocer que lo que Él hace no es obra de las tinieblas, sino señal de la fuerza de Dios. “Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. La lógica de Jesús no busca aplastar al adversario, sino abrirle los ojos para que descubra que su resistencia nace del odio, de la antipatía o de intereses amenazados, no de la verdad.
Hoy reaparece aquella sospecha bajo formas más sutiles. Pretendemos ser “mejores” que Jesús: más buenos, más generosos, más misericordiosos que Él. Editamos su palabra para ajustarla a nuestros criterios actuales y, sin darnos cuenta, nos fabricamos una bondad sin cruz, una misericordia sin conversión y una paz sin combate espiritual. Es la vieja tentación del “buenismo”: creerse bueno cuando “solo Dios es Bueno”. Jesús, en cambio, nos conduce a la humildad del corazón: nos enseña a dejar que la verdad nos juzgue, a reconocer los frutos de su acción —la liberación espiritual, la sanación interior, la paz— y a descubrir en ellos la presencia viva del Reino. Si el dedo de Dios actúa, no endurezcamos el corazón: desechemos la sospecha, aceptemos la luz y entremos en la obediencia de la fe.
Señor Jesús, líbranos de juzgarte y de corregirte con nuestros criterios. Arranca de nosotros toda sospecha y todo orgullo que pretende “adaptarte a lo que hoy es aceptable. Danos la humildad para acoger tu Palabra, la lucidez para reconocer tu obra y la mansedumbre para dejarnos vencer por tu verdad. Amén.
 
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