“No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ‘¡Abba, Padre!’ Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él” (Rm. 8,15-17).
Estamos leyendo estos días en la misa la carta a los Romanos. San Pablo, a veces, puede parecer oscuro o difícil de seguir, pero si leemos con atención descubrimos que su mensaje es luminoso y profundo. Hoy nos enseña que el Espíritu Santo no nos hace siervos, sino hijos. No nos reduce a la obediencia temerosa de quien se siente vigilado, sino que nos introduce en la confianza de quien se sabe amado. Donde reina el Espíritu, desaparece el miedo. Entonces el alma empieza a llamar a Dios con el nombre más tierno, el que brota del corazón del Hijo: Abba, Padre. Esta palabra, que solo puede pronunciar quien ha sido alcanzado por el Espíritu, abre las puertas de la intimidad divina.
El cristiano que vive en el Espíritu es heredero de la vida misma de Dios. Y la vida de Dios es el amor, porque Dios es amor. Esa vida divina que se nos comunica la llamamos gracia santificante: es la participación real y misteriosa en el ser mismo de Dios, que nos hace hijos suyos, nos diviniza configurándonos con Cristo. Pero esa herencia pasa por el sufrimiento, porque solo compartiendo la cruz de Cristo participamos también de su filiación y de su gloria. El Espíritu no nos evita el dolor, sino que lo transforma: lo llena de sentido, de esperanza y de fecundidad eterna.
Por eso el cristiano no teme las pruebas ni las cruces. En cada herida se transparenta la acción del Espíritu Santo que purifica, fortalece y eleva. La libertad del hijo no consiste, pues, en no sufrir, sino en saber que el sufrimiento no tiene la última palabra. En todo lo que acontece, el Espíritu repite dentro del alma la misma palabra que pronunció Jesús en Getsemaní: Padre. Por eso oramos:
Padre santo, danos tu Espíritu para que vivamos como hijos tuyos, libres de temor y llenos de confianza. Que la gracia que infundes en nuestros corazones nos haga participar cada día más de tu amor. Enséñanos a reconocerte en las pruebas, a confiar en medio del dolor y a caminar hacia ti con corazón de hijos. Amén.
 
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