Hoy es el día del Señor, y sigo acompañando el caminar de un grupo de peregrinos. Ayer estuvimos en Garabandal, donde se celebra el segundo Congreso Internacional sobre las apariciones de la Virgen, ocurridas aquí entre 1961 y 1965. Con este motivo, esta mañana tuve una breve ponencia sobre la primera frase del primer mensaje de María, pronunciado el 18 de octubre de 1962, hace exactamente sesenta y tres años. La frase que comenté fue: “Tenemos que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia”. A partir de esas palabras quise reflexionar sobre su sentido más profundo y su actualidad para nosotros hoy.
El hombre moderno hace sacrificios… pero por motivos muy extraños. Se impone renuncias y esfuerzos que tienen el aspecto exterior de la penitencia, aunque carecen de su sentido sobrenatural. ¿Qué es, sino una forma de penitencia mundana, levantarse cada mañana una hora antes del amanecer, robándole tiempo al sueño, para caminar o correr por las calles todavía oscuras? ¿Qué es, sino otra penitencia mundana, someter el cuerpo a ejercicios agotadores en el gimnasio, hasta acabar cubierto de sudor y con los músculos doloridos? ¿Y el abstenerse de tantos alimentos, renunciando al pan, al vino, al azúcar o a la carne, siguiendo las modas dietéticas del momento, sin verdadera necesidad terapéutica? ¿Y el aceptar el cansancio y el estrés de jornadas interminables de trabajo solo por prosperar o mantener una imagen exterior? ¿Y el permitir dolorosas e innecesarias heridas en el cuerpo para lucir un tatuaje del que más tarde, quizá, uno se arrepiente? Todos ellos son sacrificios que no redimen, esfuerzos que no abren el corazón a la gracia. No buscan agradar a Dios, sino exaltarse a sí mismos. Son sacrificios que pueden incluso servir al hombre para endiosarse más, cultivando su soberbia y su vanidad. No son, pues, verdadera penitencia.
Pero, por otra parte, la Virgen no nos dice que debamos resignarnos pasivamente a los sufrimientos de la vida. Nos dice: “Tenemos que hacer”. No se trata solo de soportar, sino de buscar activamente y ofrecer conscientemente aquellos sacrificios que nos ayuden a desprendernos de nuestras malas inclinaciones. Las verdaderas mortificaciones son las que hieren nuestras tendencias desordenadas: la soberbia, la codicia, la envidia, la vanidad, la avaricia, la gula y la pereza con su cortejo de apegos a los placeres y a las comodidades. La penitencia bien escogida es como un remedio médico: puede ser amarga, puede doler, pero cura. Lo mismo que podríamos decir del verdadero amor: duele, pero es sanador. Entonces no se trata de infligirse dolor o incomodidad porque los consideremos en sí mismos como bienes, sino de aprender a dominar lo que nos aleja de Dios. El verdadero penitente no huye del sufrimiento, sino que se enfrenta a él; lo acoge cuando llega, como ocasión de fidelidad. Si huimos, no creceremos; pero si lo afrontamos con fe, seremos purificados. La penitencia cristiana nos ayuda a no escapar a cualquier precio de esas situaciones, por tanto, es un camino de libertad y de redención.
Señor Jesús, enséñanos el sentido redentor del sacrificio. Danos la sabiduría de acoger las pruebas como ocasión de amor, y la fuerza para vivir la penitencia no por orgullo ni apariencia, sino por amor a ti. Haznos comprender que solo quien se ofrece contigo en la cruz alcanza la verdadera libertad del corazón. Amén.
 
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