Querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí. (…) ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor! (Rm. 7,18-25).
En estas palabras de san Pablo se condensa el drama más profundo del alma humana: el desgarramiento entre el deseo del bien y la fuerza del mal. No habla aquí el apóstol desde la teoría, sino desde su propia experiencia interior: la experiencia de todo hombre que lucha sinceramente por vivir en gracia. Dentro de nosotros hay una ley que nos impulsa hacia Dios; y otra que nos arrastra al egoísmo, a la ira, a la codicia y a la sensualidad. Es la batalla interior que cada día libramos entre la luz y las tinieblas, entre el amor a Dios y al prójimo, y el amor propio, que es raíz de toda soberbia.
Pablo no se lamenta para quedarse en la queja y el lloriqueo inútiles, sino para confesar su impotencia y abrirse totalmente a la gracia. Está convencido de que la victoria no viene del esfuerzo humano, sino del poder de Cristo. Él nos libra de este “cuerpo de muerte”, no destruyendo nuestra fragilidad, sino uniéndose íntimamente a ella. En Él el fracaso se transforma en esperanza, la herida en fuente de salvación, y la debilidad en lugar donde puede revelarse la gloria de Dios. Quien se reconoce pobre, necesitado, incapaz de salvarse por sí mismo, está ya cerca del Reino de Dios, porque solo el que se sabe enfermo puede dejarse curar.
Jesús, Señor y Salvador nuestro, Tú conoces nuestra lucha, nuestras caídas y nuestras contradicciones. Ven a librarnos de este cuerpo de muerte, de todo lo que nos aleja del amor. Haznos humildes para reconocer nuestra pobreza y fuertes con la fuerza de tu gracia. Que en ti encontremos siempre la victoria que no podemos alcanzar solos. Amén.
 
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