“Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm. 8,28-30).
Llegué ayer al monasterio del Sagrado Corazón de Jesús de las hermanas Clarisas, en Cantalapiedra, Salamanca. Aquí voy a permanecer unos días. Una de las primeras cosas que hice al llegar fue entrar en la capilla y postrarme ante el Santísimo Sacramento, expuesto sobre el altar en la custodia. En ese silencio luminoso, sabiéndome esperado, bajo la mirada de Jesús realmente presente, resonaban en mí las palabras de san Pablo a los Romanos que se leen en la misa de hoy: “A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó”. Todo lo que el Apóstol proclama se cumple misteriosamente aquí, donde Cristo nos llama, nos justifica y nos glorifica con su sola presencia.
El Santísimo permanece expuesto desde la mañana hasta las vísperas, y las hermanas —una comunidad de casi sesenta Clarisas— se turnan para hacerle compañía. Aquí el alma reconoce la fuerza invisible del Amor que la modela desde dentro. Cristo, presente y vivo, no solo espera nuestra adoración: desea que nos configuremos con Él, que dejemos que su imagen se grabe en nuestra carne y en nuestro espíritu. No basta con mirarlo: hay que dejarse mirar por Él, hasta que su mirada penetre en lo más profundo y nos rehaga a su imagen y semejanza.
Esta iglesia conventual fue consagrada hace pocos meses por el Señor Obispo como Santuario Diocesano del Sagrado Corazón de Jesús. Y está bien elegido, pues aquí se cumple el designio eterno del Padre: que su Hijo sea el primero de una multitud de hermanos que reflejen su santidad. Cada adorador, cada monja Clarisa en la penumbra del coro, cada alma que se abandona a su Corazón eucarístico, es un destello de esa gloria que comienza ya en la tierra y se consumará en el cielo.
Señor Jesús, que me has llamado a este lugar de silencio y adoración, haz que mi alma se transforme en tu imagen. Que cada latido de mi corazón sea eco del tuyo, y que toda mi vida glorifique tu Nombre, ahora y por siempre. Amén.
 
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