“Después de que Jesús fue levantado al cielo, los apóstoles volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Cuando llegaron, subieron a la sala superior, donde se alojaban (…). Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hch. 1, 12-14).
María, la Madre de Jesús, aparece en el comienzo mismo de la Iglesia, no como una figura distante, sino situada en el corazón orante de la comunidad apostólica. En un momento de tensa incertidumbre, y cuando el Maestro ya no está visiblemente entre ellos, María acompaña, ora, y sostiene a todos con su oración. Su presencia muestra a las claras el rostro materno de la Iglesia naciente. Ella, que creyó cuando nadie más lo hacía, incluso en la soledad del Calvario, vuelve a creer ahora en compañía de los apóstoles y los alienta y apoya en la espera del Espíritu.
Así también en Zaragoza, según la antigua y venerada tradición, María vino una vez más a sostener y alentar a un apóstol fatigado. Santiago, el hijo de Zebedeo, el primero de ellos en derramar su sangre en testimonio de Jesús, estaba abatido por el aparente fracaso de su misión en las tierras hispanas. Y Ella, estando aún en carne mortal, vino a visitarlo sobre un pilar portado por ángeles, signo elocuente de que la fe no se derrumba cuando María está presente. El Pilar es imagen de su fidelidad inquebrantable, de su amor que sostiene la fe vacilante de los discípulos, de su maternidad que no conoce fronteras ni tiempos.
En el Pilar, la Virgen sigue siendo el consuelo de los desanimados, la fortaleza de los que trabajan sin ver fruto, la intercesora de los que suplican milagros imposibles. Allí, el amor maternal de María se ha manifestado en multitud de curaciones y conversiones, pero sobre todo en el milagro más importante: el de mantener viva la fe de los españoles. Por eso, quienes acuden a Ella vuelven a casa fortalecidos, con la esperanza erguida como una columna que nada podrá derribar.
Madre del Pilar, columna de nuestra fe, sosténnos cuando flaqueamos. Confórtanos en nuestras fatigas apostólicas y haznos fieles como Tú lo fuiste al pie de la Cruz. Sé Tú el Pilar que sostenga nuestra esperanza, para que nunca olvidemos que el amor de Dios es más firme que todas nuestras caídas. Amén.
 
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