Hoy termino mi estancia de una semana en Córdoba, donde he estado impartiendo un cursillo sobre las bienaventuranzas a un grupo de monjas carmelitas. A lo largo de los Evangelios, además de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el monte, hay otras diseminadas en sus páginas que encierran la misma promesa de felicidad. Una de ellas es la que providencialmente encontramos en el Evangelio de hoy. Jesús declara dichosos a los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. No basta con oír: la Palabra debe penetrar en el corazón y transformar la vida. Es semilla viva que pide tierra buena: la atención, la docilidad, la fidelidad cotidiana. Cuando se le da ese espacio, la Palabra se convierte en obras: obras de justicia y de amor.
La mujer que interrumpe a Jesús no puede contener el gozo que le produce escucharlo. Habla desde el corazón, con la espontaneidad y la sencillez del pueblo, pero interrumpe en el momento en que debía haber guardado silencio para seguir escuchando. Jesús no la reprende; su respuesta es una enseñanza más alta. Frente a la interrupción, proclama la bienaventuranza de la escucha interior, de la atención, del respeto a la Palabra.
En esa bienaventuranza está incluida, de manera eminente, la Santísima Virgen María. Ella no solo llevó en su seno al Hijo de Dios: antes lo había acogido en su corazón con fe, cuando dijo: “Hágase en mí según tu palabra”. María es la oyente perfecta, la discípula sin reservas, la tierra fecunda donde germinó la semilla de la salvación, Cristo nuestro Señor.
Virgen María, perfecta y fiel discípula, enséñanos a escuchar con el corazón la Palabra de tu Hijo; a acogerla con humildad y a dejar que transforme nuestras vidas. Que, como Tú, sepamos guardar en el alma lo que Él nos dice y meditarlo en nuestro interior. La Palabra, sembrada en nosotros, dé fruto abundante de fe, esperanza y amor. Amén.
 
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