“Uno de los ancianos me dijo: ‘Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?’. Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás’. Él me respondió: ‘Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero’” (Ap. 7,13-14).
Los santos no son superhéroes, ni figuras legendarias, ni almas ajenas a nuestro mundo. Son hombres y mujeres (¡y niños!) como nosotros, que atravesaron la gran tribulación de la vida con fe y perseverancia. La blancura de sus vestidos no fue adquirida a costa de esfuerzos titánicos, sino que fue don del Amor de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, cuya Sangre los lavó. Y cada herida recibida, cada lágrima vertida, cada gota de sudor derramada, cada prueba sufrida por Él, acrecentaron su luminosidad, pues los unió más estrechamente al misterio de la cruz y a la misericordia infinita del Redentor.
La gran tribulación no está referida solo al final de los tiempos; también está presente en la fidelidad cotidiana, en las noches oscuras del alma, en la incomprensión o el dolor silencioso. Quien permanece fiel en medio de esas oscuridades participa ya del resplandor de los santos. La sangre del Cordero sigue blanqueando nuestras vestiduras cuando nos acogemos a su perdón y dejamos que su gracia renueve nuestro corazón.
Hoy, casi recién llegado a casa después de una larga ausencia, he venido a la provincia de Huelva con mi familia para celebrar este luminoso día de Todos los Santos. Respirando el aire limpio del campo, contemplando la lenta caída de la tarde, pienso que también nosotros caminamos hacia esa misma blancura, entre cansancios y pequeñas tribulaciones. No, los santos no están lejos: nos acompañan, nos preceden, nos esperan. Ellos han llegado antes al hogar de familia que es el cielo y, desde allí, nos animan a no rendirnos, a confiar siempre en la gracia que nos impulsa hacia delante y puede blanquear hasta nuestra vestidura más manchada.
Señor Jesús, Cordero inmolado, que tus santos nos recuerden que el cielo no está lejos, sino dentro del corazón que se deja purificar por tu Amor. Danos perseverancia en el camino, esperanza en la prueba y alegría en la fidelidad de cada día. Así sea.
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