miércoles, 19 de noviembre de 2025

LA DULZURA DE LA ESPERANZA


    “‘El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se felicitan los rectos de corazón’ (…) Ahora amamos en esperanza. Por esto dice el salmo: ‘el justo se alegra con el Señor’ y añade: ‘y espera en él’, porque aún no posee la clara visión. ¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? ¡En realidad no está lejos! Tú eres quien hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. ‘El Señor está cerca. Nada os preocupe’. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si lo amas? ‘Dios es amor’ (…) ¿Qué es el amor? El hecho mismo de amar. ¿Y qué amamos? El bien inefable, el bien creador de todo bien. Sea Él tu delicia, pues de Él has recibido todo lo que te deleita” (De los sermones de san Agustín, Sermón 21, 1-4).


    Hoy leemos este texto de san Agustín, que comenta el Salmo 64(63), en la liturgia de las horas, en concreto en el oficio de lecturas. Hay palabras que, al leerlas, ensanchan el alma: no por su brillo literario, sino porque contienen una verdad nacida de la experiencia. San Agustín habla como quien, en ciertas etapas primeras de su vida, conoció la lejanía de Dios; pero habla también como quien ha descubierto, con una sorpresa que le transforma, su cercanía. No estamos lejos del Señor por un defecto que pueda achacársele, sino por un desorden que se ha insinuado en nuestro corazón. Basta un gesto de amor, un movimiento sincero del alma, para que Dios, que nunca se ha marchado, se haga sentir de nuevo habitando en nosotros. Por eso el justo se alegra aun en la espera, porque la esperanza ya es un modo de tocar y de gozar aquello que todavía no vemos.


    La esperanza se vuelve dulce cuando comprendemos que amar —el mismo amar— es ya un don recibido, una gracia que precede a todo. No amamos con nuestras propias fuerzas, sino porque el Bien eterno, el Bien creador de todo bien, se comunica a nosotros y nos sostiene desde dentro en nuestra debilidad. Amar es entrar en comunión con la fuente de toda alegría, y cuando Él se convierte en nuestra delicia, el corazón comienza a transformarse, a serenarse, a vivir como quien ya ha encontrado su morada, a gustar la paz que es Dios mismo.


    Jesús amado, acércate a mi fragilidad y quédate conmigo. Dame un corazón que ame más, que espere más, que se alegre más en ti. Haz que seas tu mi delicia y que toda mi vida nazca de tu amor y vuelva a tu amor. Amén.

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