martes, 18 de noviembre de 2025

CONTEMPLAR DESDE EL ÁRBOL


    “Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: ‘Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa’” (Lc. 19,1-5).


    Zaqueo, protagonista del Evangelio de hoy, es un hombre que se niega a aceptar que su pequeñez —la interior más que la física— le impida encontrarse con Jesús. El desprecio ajeno no lo detiene, y quizá por eso se atreve a subir a un árbol como un niño: ridículo a los ojos del mundo, valiente a los ojos de Dios. Ese gesto casi infantil encierra una sabiduría preciosa: cuando uno desea ver a Jesús, cuando lo busca de verdad, ya no importan ni el prestigio, ni la reputación, ni el juicio de los demás. Y el Señor nunca es indiferente a esa búsqueda. Basta un solo movimiento sincero para que Él levante los ojos, nos llame por nuestro nombre y quiera entrar en nuestra casa, en nuestra vida, en lo que somos y en lo que tenemos.


    Pero en un mundo tan instalado en las apariencias, tan pendiente de la imagen y tan obsesionado por la aceptación social, ¿dónde encontrar hoy ese árbol al que subirnos para ver pasar a Jesús? El único árbol donde siempre se le encuentra es la cruz. No una cruz abstracta, sino la concreta de cada día: humillaciones, contrariedades, enfermedades, penas ocultas, injusticias sufridas, heridas antiguas que quizás otros no ven pero que Dios sí mira… Subirse ahí cuesta, es incómodo, parece impropio. Y, sin embargo, es exactamente en ese árbol donde la mirada de Cristo se vuelve más cercana y más salvadora.


    Santa Ángela de la Cruz (1846-1932) lo expresó con una audacia que sigue estremeciendo el alma: 

“Oh hermosas deshonras.

Oh bellísimas humillaciones.

Oh preciosísimos desprecios.

Oh tesoros escondidos y desconocidos de tantos…

¡Quién os poseyera!” (Apuntes espirituales, 1873-1875). 

    Ella había descubierto que la cruz no es un espantajo, ni solo dolor: es un mirador, un balcón que se abre al cielo. Desde ella, uno contempla mejor a Jesús, se deja ver por Él y escucha sus palabras más íntimas y amorosas. Son esos “tesoros escondidos” los que hacen posible que el Señor nos encuentre, porque la cruz nos quita lo que nos estorba para ver: la vanidad, la autosuficiencia, la necesidad de agradar, la distracción constante.


    Jesús sigue pasando —hoy, aquí, en nuestra Jericó contemporánea—. Si queremos reconocerlo, quizá tengamos que atrevernos como Zaqueo a correr hacia adelante, a subirnos a la cruz que divisamos en nuestra vida, y desde allí esperar a que Él levante los ojos. ¡Y los levanta siempre!


    Oh Jesús, nuestro Señor crucificado: enséñanos a subir al árbol que Tú mismo has plantado para nosotros. Danos tu gracia para no huir de las humillaciones, para abrazar las pequeñas cruces que nos purifican y nos acercan a ti. Que en ese mirador sagrado, al que el mundo no quiere subir, podamos verte pasar y escuchar tu voz que nos llama por nuestro nombre. Amén.

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