“Había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: ‘Pasa Jesús el Nazareno’. Entonces empezó a gritar: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’ Jesús se paró y mandó que se lo trajeran” (Lc. 18,35-40).
El grito del ciego de Jericó nace de la verdad y de la humildad. No reclama nada, no presume de nada, no se apoya en méritos propios: sencillamente reconoce que Jesús pasa, y por eso grita. Suplica aun cuando todos intentan silenciarlo, pide sin amor propio, sin orgullo, como quien sabe que su única esperanza es el Señor. Ese clamor pobre, frágil e insistente atraviesa el ruido del gentío y llega directamente al Corazón de Jesús. Porque así debe ser siempre la oración perseverante: una súplica que brota de la miseria reconocida y del deseo sincero de salvación.
Sin embargo, el Evangelio nos revela un detalle precioso: Jesús no lo llama directamente, sino que manda que se lo acerquen. Él quiere servirse de mediaciones humanas. La gracia siempre es divina, pero casi siempre llega envuelta en rostros concretos. Y aquí se abre un abanico inmenso de posibilidades: una palabra dicha en el momento justo, una invitación discreta, un buen ejemplo que ilumina, una corrección fraterna que despierta, una presencia silenciosa que sostiene, un testimonio que siembra inquietud, un abrazo que reconcilia… así es como Dios prepara el camino del alma hacia Él. No suele actuar en solitario, sino suscitando manos humanas que abrazan, acompañan, orientan y elevan.
Por eso la tradición bíblica llama ángeles a quienes son mensajeros de Dios: “ángelos”, en griego, significa precisamente “mensajero”. El Señor tiene ángeles espirituales que custodian y protegen, pero también ángeles humanos, que despejan caminos, despiertan la fe, sostienen en la noche y conducen hacia la Luz. La historia del ciego de Jericó es la historia de todos nosotros: si hoy podemos clamar hacia Cristo, es porque antes alguien —o muchos— nos llevaron de la mano, nos hablaron de Él, nos acompañaron hasta su Presencia.
Señor Jesús, Tú que escuchas el clamor del pobre y te detienes ante quienes te llaman: gracias por todos los ángeles espirituales y humanos que has puesto en nuestras vidas. Danos un corazón agradecido para reconocerlos y, cuando Tú lo quieras, haz que también nosotros seamos instrumentos dóciles de tu gracia para que otros puedan acercarse a ti. Así sea.
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