sábado, 15 de noviembre de 2025

CONSTANTES EN LA SÚPLICA


    “Se dijo a sí mismo: ‘Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme’. Y el Señor añadió: ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas?’” (Lc. 18,4-7).


    La parábola de la viuda importuna, que leemos en el Evangelio de hoy, nos enseña la fuerza misteriosa de la perseverancia. Jesús toma como ejemplo a un juez inicuo, sin temor de Dios ni compasión por los hombres, para mostrar el gran contraste que se da entre su corazón y el Corazón del Padre. Si incluso un juez injusto acaba atendiendo a una pobre viuda porque ella no deja de acudir a él con su petición, ¿cómo no escuchará Dios a quienes se vuelven a Él con humildad y fe? Esa perseverancia revela, mejor que cualquier palabra, la fidelidad del corazón creyente: a Dios no le impresionan los propósitos heroicos tomados de vez en cuando, sino la constancia en medio de los desánimos, las tribulaciones, los sufrimientos, las incomprensiones y las tormentas que se desatan en nuestra vida. Mantenerse firmes en la fe es ya una súplica silenciosa, un acto de confianza que se renueva cada día.


    La insistencia en la oración no busca convencer a Dios de nada, porque Él está ya plenamente inclinado hacia nosotros y desea concedernos sus dones a manos llenas; más aún, quiere darnos mucho más de lo que esperamos y recibimos, porque tantas veces ni reconocemos ni aceptamos lo que Él nos ofrece. Perseverar en la súplica es más bien realizar un esfuerzo para convencernos a nosotros mismos de la necesidad de lo que pedimos, de nuestra dependencia radical de Él, de su amor y de sus dones. Día tras día, la oración perseverante purifica los deseos, depura las intenciones, fortalece la esperanza y permite que la fe se afiance incluso contra lo que humanamente parece imposible.


    A veces, en ese camino, el silencio de Dios se prolonga. Pero no es un silencio vacío: es un silencio que resuena, un silencio habitado, un silencio que puede ser sonoro. Es el modo en que Dios educa el corazón, ensancha el alma y nos hace capaces de recibir lo que su Amor quiere comunicarnos. Quien persevera en ese silencio descubre que Dios no calla para alejarse, sino para acercarse más profundamente a lo que somos.


    Señor Jesús, enséñanos a perseverar en la oración sin cansarnos, a volver siempre a ti incluso cuando el camino se hace oscuro. Que tu Espíritu Santo nos conceda fidelidad en la súplica, serenidad en las pruebas y una confianza firme en tu Voluntad. Amén.

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