jueves, 27 de noviembre de 2025

EL ELEFANTITO BLANCO


    “Traigo a la memoria la fe sincera que hay en ti, que habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también habita en ti… Desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Tim. 1,5; 3,15).


    En las tardes de los jueves, los niños de los maristas no teníamos clase. Aquellas tardes resultaban particularmente largas. Mi hermana, en su colegio, descansaba los sábados por la tarde, y yo permanecía en casa, niño pequeño, rodeado de esa mezcla extraña de soledad, aburrimiento y ensueños que forma el corazón de los primeros recuerdos. Jugaba, leía cuentos, inventaba y escribía historias, hacía dibujos —muchos de los cuales aún conservo, gracias a que mis padres los rescataron sin saber que un día serían trozos vivos de mi memoria— y dejaba que la fantasía y el silencio me acompañaran como un segundo hogar.


    Aquellas tardes de jueves solía venir a casa una hermana de mi abuela Catalina (de quien hablé hace unos días) llamada Bárbara, nacida también en Cienfuegos. Ambas habían nacido en fiestas de santas, vírgenes y mártires, y habían recibido por eso sus nombres en el bautismo. Sus conversaciones giraban siempre alrededor de Cuba: sus recuerdos, su preocupación por los acontecimientos recientes en la isla. Era el tiempo del triunfo de Fidel Castro, del despliegue de los misiles soviéticos, de la amenaza de una guerra nuclear. La radio, en la salita, traía noticias inquietantes; ellas escuchaban preocupadas, o reían con ganas al recordar anécdotas del pasado. Yo, sin embargo, vivía en otro mundo y a mi edad no entendía casi nada. Mis tardes discurrían entre cuentos y juguetes, y en medio de la voz de aquellas dos mujeres ancianas que conversaban animadamente y quizá guardaban en el bolso el devocionario y el velo negro con que acudían a la iglesia.


    Con frecuencia venía también un hijo de mi tía abuela: a veces para hacer la visita, otras solo brevemente para recogerla. Me hablaba siempre con particular simpatía y condescendencia. Y no sé por qué, pero siempre hacía referencia a un elefantito blanco. Nunca he conseguido recordar si era un cuento que me había narrado y yo olvidé, o si era alguna comparación suya. En Navidad solía regalarnos participaciones de lotería, un regalo que a un niño le dejaba totalmente indiferente. Pero un año, sin embargo, me trajo un pequeño elefantito blanco de marfil africano. Todavía lo conservo… y aún hoy me habla.


    Aquel pequeño objeto expresaba, sin que nadie lo supiera, muchas cosas. Por una parte, la pequeñez y la fragilidad; pero era un elefante, y expresaba también fortaleza. Y era blanco, signo de inocencia, pureza, pero también de rareza y singularidad. Y todo eso —pequeñez, fortaleza, blancura, inocencia, singularidad— se me estaba transmitiendo, sin palabras, en aquellas largas tardes de los jueves: la fortaleza de la fe que empezaba a modelar silenciosamente mi personalidad; la blancura de una inocencia de la que Dios cuidaba sin que yo lo advirtiera; la pequeñez con que Él se acercaba a mi vida, escondido en detalles mínimos, casi imposibles. Incluso el marfil africano hablaba de países lejanos y hacía soñar con aventuras imposibles.


    Hoy, al mirar atrás, descubro que aquella fe doméstica, como la de la abuela Loida y la madre Eunice en la vida de Timoteo, fue mi primera herencia espiritual. No lo sabía entonces, pero Dios me estaba educando por dentro, forjándome, dejándose sentir en el ambiente de piedad que me rodeaba, en la ternura familiar, en el roce cotidiano de la vida sencilla. Es hermoso reconocer que la semilla de la fe empezó a germinar en tardes sin ruido, sin brillo, sin acontecimientos: donde solamente Él trabajaba en mi alma a través de la soledad, la imaginación, la escucha sorprendida y, a veces, incluso del aburrimiento.


    Jesús mío, gracias por haber entrado en mi infancia por la puerta humilde de los detalles pequeños. Gracias por la fe silenciosa que me llegó a través de mi familia, por la luz que Tú encendiste en aquellos días lentos y solitarios. Conserva en mi interior esa inocencia que procede de ti y haz que tu gracia siga modelando mi corazón y el de tantos niños que hoy tanto te necesitan. Amén. 

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