domingo, 19 de octubre de 2025

SACRIFICIOS SIN PENITENCIA


    Hoy es el día del Señor, y sigo acompañando el caminar de un grupo de peregrinos. Ayer estuvimos en Garabandal, donde se celebra el segundo Congreso Internacional sobre las apariciones de la Virgen, ocurridas aquí entre 1961 y 1965. Con este motivo, esta mañana tuve una breve ponencia sobre la primera frase del primer mensaje de María, pronunciado el 18 de octubre de 1962, hace exactamente sesenta y tres años. La frase que comenté fue: “Tenemos que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia”. A partir de esas palabras quise reflexionar sobre su sentido más profundo y su actualidad para nosotros hoy.


    El hombre moderno hace sacrificios… pero por motivos muy extraños. Se impone renuncias y esfuerzos que tienen el aspecto exterior de la penitencia, aunque carecen de su sentido sobrenatural. ¿Qué es, sino una forma de penitencia mundana, levantarse cada mañana una hora antes del amanecer, robándole tiempo al sueño, para caminar o correr por las calles todavía oscuras? ¿Qué es, sino otra penitencia mundana, someter el cuerpo a ejercicios agotadores en el gimnasio, hasta acabar cubierto de sudor y con los músculos doloridos? ¿Y el abstenerse de tantos alimentos, renunciando al pan, al vino, al azúcar o a la carne, siguiendo las modas dietéticas del momento, sin verdadera necesidad terapéutica? ¿Y el aceptar el cansancio y el estrés de jornadas interminables de trabajo solo por prosperar o mantener una imagen exterior? ¿Y el permitir dolorosas e innecesarias heridas en el cuerpo para lucir un tatuaje del que más tarde, quizá, uno se arrepiente? Todos ellos son sacrificios que no redimen, esfuerzos que no abren el corazón a la gracia. No buscan agradar a Dios, sino exaltarse a sí mismos. Son sacrificios que pueden incluso servir al hombre para endiosarse más, cultivando su soberbia y su vanidad. No son, pues, verdadera penitencia. 


    Pero, por otra parte, la Virgen no nos dice que debamos resignarnos pasivamente a los sufrimientos de la vida. Nos dice: “Tenemos que hacer”. No se trata solo de soportar, sino de buscar activamente y ofrecer conscientemente aquellos sacrificios que nos ayuden a desprendernos de nuestras malas inclinaciones. Las verdaderas mortificaciones son las que hieren nuestras tendencias desordenadas: la soberbia, la codicia, la envidia, la vanidad, la avaricia, la gula y la pereza con su cortejo de apegos a los placeres y a las comodidades. La penitencia bien escogida es como un remedio médico: puede ser amarga, puede doler, pero cura. Lo mismo que podríamos decir del verdadero amor: duele, pero es sanador. Entonces no se trata de infligirse dolor o incomodidad porque los consideremos en sí mismos como bienes, sino de aprender a dominar lo que nos aleja de Dios. El verdadero penitente no huye del sufrimiento, sino que se enfrenta a él; lo acoge cuando llega, como ocasión de fidelidad. Si huimos, no creceremos; pero si lo afrontamos con fe, seremos purificados. La penitencia cristiana nos ayuda a no escapar a cualquier precio de esas situaciones, por tanto, es un camino de libertad y de redención.


    Señor Jesús, enséñanos el sentido redentor del sacrificio. Danos la sabiduría de acoger las pruebas como ocasión de amor, y la fuerza para vivir la penitencia no por orgullo ni apariencia, sino por amor a ti. Haznos comprender que solo quien se ofrece contigo en la cruz alcanza la verdadera libertad del corazón. Amén.

sábado, 18 de octubre de 2025

SOLO LUCAS


    “Querido hermano: Demas me ha abandonado, enamorado de este mundo presente, y se marchó a Tesalónica; Crescente, a Galacia; Tito, a Dalmacia; Lucas es el único que está conmigo. Toma a Marcos y tráelo contigo, pues me es útil para el ministerio. A Tíquico lo envié a Éfeso. El manto que dejé en Tróade, en casa de Carpo, tráelo cuando vengas, y también los libros, sobre todo los pergaminos” (2 Tim. 4,10-13).


    En esta página tan humana, de la segunda carta a Timoteo, asoma la soledad de Pablo, anciano, prisionero y casi abandonado por todos. En medio de personas que se alejan y ausencias que duelen, resuena una frase luminosa: “Lucas es el único que está conmigo”. Ese “único” basta para llenarlo todo. Lucas, cuya fiesta litúrgica celebramos hoy, médico y discípulo fiel, permanece junto a Pablo cuando otros se han marchado. Su presencia discreta encierra el tesoro de la amistad perseverante y del amor que no huye cuando llega la prueba.


    Mientras continúo mi peregrinación por lugares bendecidos por la presencia de la Santísima Virgen, pienso en esa misma fidelidad. Hoy me encuentro en Garabandal, donde Ella se mostró como Madre cercana y luminosa, invitando a la oración y a la conversión. También allí resuena, como un eco del Evangelio de Lucas, la ternura del Dios que no abandona y que sigue buscando a sus hijos con amor.


    Así fue también su evangelio: un canto a la misericordia, a los pobres, a los que permanecen al pie de la cruz. Lucas supo mirar a Jesús con el corazón de María y escribir desde la ternura de quien se deja tocar por el sufrimiento humano. Por eso su palabra —que es Palabra de Dios— no envejece, porque en ella late la compasión del Dios que se acerca a los heridos, y la fidelidad de quienes, como él, no abandonan a los suyos.


    Señor Jesús, danos la fidelidad de san Lucas, para permanecer junto a ti cuando otros se alejen, para sostener con ternura a los que sufren, y para escribir con nuestra vida el Evangelio de la misericordia. Amén.


viernes, 17 de octubre de 2025

GUARDIA DE HONOR


    Ayer, fiesta de Santa Margarita María de Alacoque, estuve en Valladolid acompañando a un grupo de peregrinos. Aprovechando la estancia, un grupo de ellos se comprometió como miembros de la Guardia de Honor del Corazón de Jesús y recibieron su insignia al terminar la misa que celebramos en la iglesia de las monjas Salesas de esa ciudad. Yo mismo pertenezco a esta asociación desde hace años, y por eso me gustaría decirles algo sobre ella. La Guardia de Honor nació en el siglo XIX en un monasterio de la Visitación de Santa María, cuando una monja francesa, la Madre María del Sagrado Corazón Bernaud, comprendió que el amor de Cristo sigue siendo poco conocido, ignorado o incluso despreciado, y quiso reunir almas que velaran espiritualmente junto al Corazón de Jesús. La idea es sencilla y profunda: ofrecer cada día una hora determinada, una hora de guardia, para acompañar al Señor en espíritu, dondequiera que uno se encuentre, en silencio o trabajando, con el corazón vuelto hacia Él.


    En definitiva, la Guardia de Honor es una manera concreta de responder a la frecuente exhortación de Jesús en el Evangelio: “Velad y orad para no caer en la tentación.” No se trata de rezar ininterrumpidamente durante esa hora, sino de mantener viva la intención de ofrecer a Jesús todo lo que se viva en ese tiempo, elevando el pensamiento al Corazón que tanto ha amado a los hombres y que sigue sufriendo por la indiferencia y el olvido. Basta un acto interior, una mirada del alma, un gesto ofrecido con amor. Cada miembro de la Guardia de Honor, con la hora de vela que cada uno elige, forma parte de una cadena que cubre las veinticuatro horas del día, de modo que el Corazón de Jesús nunca quede solo. Es un modo silencioso y fiel de amarle, de consolarle, de reparar las ofensas, las ingratitudes y los desprecios que recibe. Quien vive así aprende a transformar el trabajo o el descanso, la alegría o el dolor, la espera o el cansancio, convirtiéndolo todo en ofrenda, y a descansar espiritualmente en ese Corazón que nunca deja de amar.


Señor Jesús, te damos gracias por habernos llamado a velar contigo. Haz que nuestras horas de guardia sean ofrenda de amor y reparación. Que no te falte nunca una voz que te bendiga, un corazón que te ame, una vida que se una a la tuya. Que el fuego de tu Corazón encienda el nuestro y nos mantenga fieles hasta el fin. Amén.

jueves, 16 de octubre de 2025

FUENTE INAGOTABLE


    “El Sagrado Corazón, en efecto, es una fuente inagotable, que no desea otra cosa que derramarse en el corazón de los humildes, para que estén libres y dispuestos a gastar la propia vida según su beneplácito. De este divino Corazón manan sin cesar tres arroyos: el primero es el de la misericordia para con los pecadores, sobre los cuales vierte el espíritu de contrición y de penitencia; el segundo es el de la caridad, en provecho de todos los aquejados por cualquier necesidad y, principalmente, de los que aspiran a la perfección, para que encuentren la ayuda necesaria para superar sus dificultades; del tercer arroyo manan el amor y la luz para sus amigos ya perfectos, a los que quiere unir consigo para comunicarles su sabiduría y sus preceptos, a fin de que ellos a su vez, cada cual a su manera, se entreguen totalmente a promover su gloria. Este Corazón divino es un abismo de todos los bienes, en el que todos los pobres necesitan sumergir sus indigencias: es un abismo de gozo, en el que hay que sumergir todas nuestras tristezas, es un abismo de humildad contra nuestra ineptitud, es un abismo de misericordia para los desdichados” (Santa Margarita María de Alacoque, Cartas, Vie et oeuvres 2, París 1915). 


    Las palabras de Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), cuya fiesta celebramos hoy, brotan de la contemplación profunda del misterio de Cristo vivo. No habla de ideas abstractas, sino de un Corazón que palpita y que se entrega incesantemente. Ese Corazón es “fuente inagotable” porque en Él no hay límite ni cansancio; sólo el deseo de darse, de derramarse. Y se derrama, sobre todo, en los humildes: en los que no retienen nada, en los que están vacíos de sí y pueden recibirlo todo. En ellos encuentra espacio para hacer su obra, que es la transformación del corazón humano en reflejo del suyo.


    Los tres arroyos que menciona la Santa son tres modos de una misma corriente de amor. Misericordia para los pecadores: porque su amor no se escandaliza de las miserias, sino que se abaja a ellas. Caridad para los necesitados: porque su ternura busca aliviar toda carga, consolar toda pena, sostener toda lucha. Luz y unión para los perfectos: porque incluso quienes ya le pertenecen necesitan seguir creciendo en sabiduría y entrega. En este movimiento continuo de gracia se revela el Corazón de Jesús como el centro del universo espiritual, donde todo se origina y hacia donde todo vuelve.


    Ese Corazón es también un “abismo” donde todo lo humano encuentra remedio. Un abismo de bienes que colma la pobreza, de gozo que sana las tristezas, de humildad que corrige la soberbia, de misericordia que cura las heridas. Sumergirse en Él no es una metáfora piadosa: es una realidad mística. Es dejar que el amor divino penetre lo más hondo del alma y rehaga desde dentro lo que el pecado, el miedo o el cansancio han destruido.


    Jesús, Corazón vivo de Dios, abre en nosotros ese abismo de misericordia. Derrama sobre nuestras almas los tres arroyos de tu amor: purifícanos con tu contrición, fortalécenos con tu caridad y únenos a ti con tu luz. Que nuestras vidas, humildes y silenciosas, sean una pequeña respuesta de amor al Amor infinito. Amén. 

miércoles, 15 de octubre de 2025

NO QUERAMOS OTRO CAMINO


    “Con tan buen amigo presente -nuestro Señor Jesucristo-, con tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que no queramos otro camino, aunque estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes” (Santa Teresa de Jesús, Libro de su vida, cap. 22, 6-7.12.14).


    Con estas palabras, Teresa, cuya fiesta celebramos hoy, nos descubre el corazón de su experiencia mística: la certeza de que el alma sólo llega a Dios a través de la humanidad de Cristo. No hay otro camino más seguro ni más dulce. Jesús es el “buen amigo” y el “capitán” que se adelanta a nosotros, pero también el compañero fiel que nunca se aleja del alma que quiere ser su amiga. No sólo en los momentos de sufrimiento, sino en todos los instantes de la vida está siempre ahí, presente y atento, dispuesto a darnos su gracia. Su humanidad, cercana y sacratísima, es la puerta por la que Dios se deja alcanzar; en ella el alma encuentra descanso y seguridad, porque en ella se encierra todo el amor divino.


    Teresa insiste con fuerza en que no debemos “dejar atrás a Cristo” al avanzar por la senda de la oración. En su tiempo, algunas corrientes espirituales consideraban que la humanidad de Jesús era sólo para los principiantes, y que el alma perfecta debía elevarse a una contemplación más “pura” del Verbo eterno o de la divinidad sin mediaciones. Ella rechaza con energía ese error. Para Teresa, cuanto más alta es la unión, más hondamente se ama la humanidad de Cristo. El alma no se aparta de Él, sino que se adentra más profundamente en su misterio. Por eso afirma con convicción: “por esta puerta hemos de entrar”, porque sólo a través de Cristo se llega al Padre, y sólo en Él se revelan los secretos del amor divino.


    Señor Jesús, Amigo verdadero, quédate con nosotros. Haz que aprendamos a conocerte y amarte en tu Humanidad santa. Que nunca te busquemos lejos ni te olvidemos en nuestras ocupaciones. Danos un corazón atento a tu presencia y confiado en tu gracia. Enséñanos a descubrir en ti al Padre y a vivir siempre en tu amistad. Que Tú seas nuestra fuerza, nuestra alegría y nuestro descanso. Así sea.

martes, 14 de octubre de 2025

EL ECLIPSE DE LA RAZÓN


    “Habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas. Alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles. Por lo cual Dios los entregó a las apetencias de su corazón, a una impureza tal que degradaron sus propios cuerpos; es decir, cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y dando culto a la criatura y no al Creador, el cual es bendito por siempre. Amén” (Rom. 1, 21-25).


    El hombre, creado por Dios con inteligencia, puede conocer a su Creador a través de la razón natural. Las huellas de Dios están grabadas en la creación, y la mente humana, si es recta, puede elevarse desde lo visible hacia lo invisible. Pero el corazón humano, cuando se deja arrastrar por las pasiones, pierde la claridad interior. La mente se enturbia, la conciencia se debilita, y la razón, que debería conducir al conocimiento de la verdad, se convierte en instrumento de justificación del pecado. Así, como escribió el Apóstol, los hombres “cambiaron la verdad de Dios por la mentira”, y al dejar de adorar al Creador, terminaron adorando sus propias obras.


    Hoy, ese drama descrito por San Pablo se repite con nuevas formas. El hombre moderno no se postra ante ídolos de piedra, pero sí ante ideologías que deforman su inteligencia. En nombre de la libertad o del progreso, niega lo evidente y se enfrenta a la misma realidad que debería acoger. Niega la diferencia entre el bien y el mal, entre el hombre y la mujer, entre lo natural y lo antinatural. Pretende construir un mundo según su mente, no según lo que existe. Esta negación de la realidad —profetizada ya por el Apóstol— no es un signo de lucidez, sino la consecuencia de un corazón entenebrecido y una razón desviada. Es el fruto amargo del pecado: cuando el hombre rompe con Dios, termina rompiendo con la verdad del ser.


    Vivimos en un mundo sin Dios, pero no sin idolatrías. Los ídolos modernos son más sutiles: el dinero, el poder, el placer, el cuerpo, la tecnología, el propio yo. Cuando el hombre niega a Dios, no se libera: se degrada. Pierde el sentido de su dignidad y se encadena a lo que no puede salvarlo. Por eso, el regreso a Dios es también el regreso a la razón, a la verdad… a la realidad misma. Solo el que reconoce al Creador recupera la claridad y la libertad.


    Señor Jesús, Luz verdadera, disipa las tinieblas de la mente y del corazón de los hombres de nuestro tiempo. Ilumina en ellos la razón y sana la voluntad. Que el mundo, tan ofuscado y tan herido, vuelva a ti, Señor, y encuentre en ti la única verdad que no engaña y la única libertad que no destruye. Así sea.

lunes, 13 de octubre de 2025

EL SIGNO ENTRE NOSOTROS


    “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. (…) Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás” (Lc. 11, 29-32).


    La dureza de estas palabras no puede entenderse sin el amor con que fueron pronunciadas. Jesús no habla para condenar, sino para despertar, para recuperar a quienes se habían extraviado. Muchos hombres de su tiempo pedían señales espectaculares, prodigios que confirmaran su fe vacilante; pero el mayor signo ya estaba delante de ellos: era el mismo Jesús, vivo, cercano, misericordioso. La presencia del Hijo de Dios entre los hombres era un signo definitivo, el único necesario. En Él se hacía visible el rostro del Padre, y en sus gestos y palabras se revelaba la misericordia que todo lo puede transformar, que todo lo puede salvar.


    El profeta Jonás había sido enviado a predicar la conversión a la ciudad de Nínive, y ésta, a pesar de su maldad, escuchó. Los ninivitas se conmovieron ante una voz humana que les anunciaba un terrible castigo, y su arrepentimiento conmovió el corazón de Dios. Pero Israel, que tenía ante sí al mismo Dios hecho hombre, permanecía insensible. Esa es la tragedia que Jesús denuncia: la ceguera de quienes buscan signos fuera, cuando el Signo está dentro, entre ellos, y les habla al corazón.


    También hoy la fe se debilita cuando se pretende sustituir el signo interior del Espíritu por los reclamos exteriores, las técnicas comerciales o lo que complace al mundo; o cuando se sustituye la sagrada liturgia por el espectáculo. Pero Cristo no se impone con milagros espectaculares, sino que invita con la fuerza silenciosa de su cruz. Su muerte y resurrección son el “signo de Jonás” llevado a plenitud: tres días en el seno de la tierra, para ofrecer al mundo la vida nueva que no muere.


    Señor Jesús, no permitas que nuestra fe se adormezca esperando señales extraordinarias. Enséñanos a reconocerte como el signo vivo del amor del Padre, a creer sin ver, a convertirnos cada día a tu Palabra. Amén.

domingo, 12 de octubre de 2025

COLUMNA DE FE Y ESPERANZA


    “Después de que Jesús fue levantado al cielo, los apóstoles volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Cuando llegaron, subieron a la sala superior, donde se alojaban (…). Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hch. 1, 12-14).


    María, la Madre de Jesús, aparece en el comienzo mismo de la Iglesia, no como una figura distante, sino situada en el corazón orante de la comunidad apostólica. En un momento de tensa incertidumbre, y cuando el Maestro ya no está visiblemente entre ellos, María acompaña, ora, y sostiene a todos con su oración. Su presencia muestra a las claras el rostro materno de la Iglesia naciente. Ella, que creyó cuando nadie más lo hacía, incluso en la soledad del Calvario, vuelve a creer ahora en compañía de los apóstoles y los alienta y apoya en la espera del Espíritu.


    Así también en Zaragoza, según la antigua y venerada tradición, María vino una vez más a sostener y alentar a un apóstol fatigado. Santiago, el hijo de Zebedeo, el primero de ellos en derramar su sangre en testimonio de Jesús, estaba abatido por el aparente fracaso de su misión en las tierras hispanas. Y Ella, estando aún en carne mortal, vino a visitarlo sobre un pilar portado por ángeles, signo elocuente de que la fe no se derrumba cuando María está presente. El Pilar es imagen de su fidelidad inquebrantable, de su amor que sostiene la fe vacilante de los discípulos, de su maternidad que no conoce fronteras ni tiempos.


    En el Pilar, la Virgen sigue siendo el consuelo de los desanimados, la fortaleza de los que trabajan sin ver fruto, la intercesora de los que suplican milagros imposibles. Allí, el amor maternal de María se ha manifestado en multitud de curaciones y conversiones, pero sobre todo en el milagro más importante: el de mantener viva la fe de los españoles. Por eso, quienes acuden a Ella vuelven a casa fortalecidos, con la esperanza erguida como una columna que nada podrá derribar.


    Madre del Pilar, columna de nuestra fe, sosténnos cuando flaqueamos. Confórtanos en nuestras fatigas apostólicas y haznos fieles como Tú lo fuiste al pie de la Cruz. Sé Tú el Pilar que sostenga nuestra esperanza, para que nunca olvidemos que el amor de Dios es más firme que todas nuestras caídas. Amén.

sábado, 11 de octubre de 2025

ESCUCHA INTERIOR



       “Mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: ‘Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero Él dijo: ‘Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’” (Lc. 11, 27-28).

       Hoy termino mi estancia de una semana en Córdoba, donde he estado impartiendo un cursillo sobre las bienaventuranzas a un grupo de monjas carmelitas. A lo largo de los Evangelios, además de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el monte, hay otras diseminadas en sus páginas que encierran la misma promesa de felicidad. Una de ellas es la que providencialmente encontramos en el Evangelio de hoy. Jesús declara dichosos a los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. No basta con oír: la Palabra debe penetrar en el corazón y transformar la vida. Es semilla viva que pide tierra buena: la atención, la docilidad, la fidelidad cotidiana. Cuando se le da ese espacio, la Palabra se convierte en obras: obras de justicia y de amor.


    La mujer que interrumpe a Jesús no puede contener el gozo que le produce escucharlo. Habla desde el corazón, con la espontaneidad y la sencillez del pueblo, pero interrumpe en el momento en que debía haber guardado silencio para seguir escuchando. Jesús no la reprende; su respuesta es una enseñanza más alta. Frente a la interrupción, proclama la bienaventuranza de la escucha interior, de la atención, del respeto a la Palabra.


    En esa bienaventuranza está incluida, de manera eminente, la Santísima Virgen María. Ella no solo llevó en su seno al Hijo de Dios: antes lo había acogido en su corazón con fe, cuando dijo: “Hágase en mí según tu palabra”. María es la oyente perfecta, la discípula sin reservas, la tierra fecunda donde germinó la semilla de la salvación, Cristo nuestro Señor.


    Virgen María, perfecta y fiel discípula, enséñanos a escuchar con el corazón la Palabra de tu Hijo; a acogerla con humildad y a dejar que transforme nuestras vidas. Que, como Tú, sepamos guardar en el alma lo que Él nos dice y meditarlo en nuestro interior. La Palabra, sembrada en nosotros, dé fruto abundante de fe, esperanza y amor. Amén.

viernes, 10 de octubre de 2025

BAJO SOSPECHA



        “Algunos de entre la multitud dijeron: ‘Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios’. (…) Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: ‘Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. (…) pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros’. (Lc. 11, 14-20).


    Jesús afronta con serenidad la acusación absurda de que su poder proviene del mal. No amenaza, no maldice ni responde con irritación. Más bien intenta recuperarlos razonando con ellos para que comprendan hasta qué punto su juicio está torcido. Les muestra que el mal no puede combatir al mal y que pensar lo contrario es puro disparate. Si el demonio se enfrentara a sí mismo, su propio reino se destruiría. Jesús los invita a pensar con rectitud y a reconocer que lo que Él hace no es obra de las tinieblas, sino señal de la fuerza de Dios. “Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. La lógica de Jesús no busca aplastar al adversario, sino abrirle los ojos para que descubra que su resistencia nace del odio, de la antipatía o de intereses amenazados, no de la verdad.


    Hoy reaparece aquella sospecha bajo formas más sutiles. Pretendemos ser “mejores” que Jesús: más buenos, más generosos, más misericordiosos que Él. Editamos su palabra para ajustarla a nuestros criterios actuales y, sin darnos cuenta, nos fabricamos una bondad sin cruz, una misericordia sin conversión y una paz sin combate espiritual. Es la vieja tentación del “buenismo”: creerse bueno cuando “solo Dios es Bueno”. Jesús, en cambio, nos conduce a la humildad del corazón: nos enseña a dejar que la verdad nos juzgue, a reconocer los frutos de su acción —la liberación espiritual, la sanación interior, la paz— y a descubrir en ellos la presencia viva del Reino. Si el dedo de Dios actúa, no endurezcamos el corazón: desechemos la sospecha, aceptemos la luz y entremos en la obediencia de la fe.


    Señor Jesús, líbranos de juzgarte y de corregirte con nuestros criterios. Arranca de nosotros toda sospecha y todo orgullo que pretende “adaptarte a lo que hoy es aceptable. Danos la humildad para acoger tu Palabra, la lucidez para reconocer tu obra y la mansedumbre para dejarnos vencer por tu verdad. Amén.

jueves, 9 de octubre de 2025

EL DON QUE DIOS PROMETE


    “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?” (Lc. 11, 9-13).


    El Evangelio de hoy nos lleva de nuevo al corazón de la oración cristiana: la confianza. Pero nos damos cuenta de que Jesús no promete que obtendremos todo lo que pedimos, sino algo infinitamente mejor: el don del Espíritu Santo. En sus palabras hay una pedagogía divina: el hombre puede pedir bienes terrenales, solución a sus problemas, alivio a sus dolores… mientras que Dios ofrece su propio Espíritu, que es la fuente de todo bien. Quien entra en esa lógica aprende que la oración no consiste en convencer a Dios para que abra su mano, sino en abrir uno su corazón para que Él pueda actuar.


    Pedid, buscad, llamad”: tres verbos que expresan el dinamismo de un alma que no se conforma ni se resigna, y que tampoco se encierra en la desesperanza. Pedir es reconocer que no nos bastamos a nosotros mismos, que no somos autosuficientes; buscar es mantener encendida la llama de la fe cuando no hay respuestas; llamar es perseverar con humildad a las puertas del misterio. Quien se mantiene firme en esta triple actitud termina recibiendo no solo lo que pedía, sino a Aquel a quien pedía.


    Jesús nos revela que el Padre no da cosas: se da a sí mismo. No ofrece soluciones pasajeras, sino su Espíritu, que transforma el corazón y convierte toda situación en camino de salvación. El Espíritu Santo es el don supremo porque es la Presencia que ilumina, consuela y da fuerza para seguir amando.


    Señor Jesús, enséñame a pedir no tanto lo que deseo, sino lo que Tú sabes que necesito. Abre mi corazón al don del Espíritu, para que en cada búsqueda y en cada llamada encuentre tu presencia viva y salvadora. Así sea.

miércoles, 8 de octubre de 2025

LA MISERICORDIA INFINITA


    “Mi misericordia es más grande que tus pecados y que los de todo el mundo. ¿Quién podrá medir la amplitud de mi bondad? Por ti bajé del cielo a la tierra; por ti permití que me clavaran en la cruz; por ti dejé que mi Corazón fuera herido con la lanza, abrí así para ti la fuente de misericordia. Ven, pues, con confianza a beber de esta fuente. Jamás rechazo un corazón contrito. Tu miseria ha quedado sumergida en lo más profundo de mi misericordia. No discutas conmigo sobre tu miseria” (Santa Faustina Kowalska, Diario, 1485-1486).


    En estas palabras, Jesús revela a Santa Faustina, cuya fiesta celebramos hoy, la inmensidad de su misericordia, que sobrepasa con creces nuestras maldades y pecados. Él invita con ternura –a ella y a nosotros– a acercársele con confianza, sin sospechas, sin prevención ni defensas, permitiendo que esa misericordia funda las miserias y transforme al pecador. Cada alma, por más hundida que esté, sigue siendo objeto de esa ternura que no se cansa de buscarla. El contraste es muy grande: nuestra miseria frente a la generosidad divina. Frente a una misericordia que no es tibia ni cicatera, sino inmensamente generosa, y que ha sido obtenida por el sacrificio del Redentor.


    Eso nos lleva a contemplar un misterio central de nuestra fe cristiana: que Dios no nos espera en la lejanía, sino que Él mismo, haciéndose Enmanuel, ha venido a habitar entre nosotros. Y que ha abierto para nosotros una fuente de gracia en su Corazón traspasado. Él nos exhorta sin cesar: “Ven con confianza”; y lo hace con urgencia, sin esperar a que primero nos limpiemos a nosotros mismos, sino animándonos a acudir tal como somos, en la sinceridad del corazón.


    Que en la fiesta de Santa Faustina esta invitación se convierta en eco en nuestro propio corazón. Que aprendamos a dejar caer todas las defensas humanas, las apariencias y los miedos, para acercarnos con libertad y sencillez al Corazón misericordioso de Jesús.


    Señor Jesucristo, que tu Divina Misericordia inunde mi corazón; concédeme la gracia de confiar en ti sin reservas, y de permitir que esa misericordia se refleje sobre los demás. Amén.