lunes, 6 de octubre de 2025

LA PUREZA DEL SILENCIO


    Hoy celebra la Iglesia la fiesta de San Bruno (c.1030-1101), el fundador de los cartujos, un santo al que profeso particularísima devoción. La vida de Bruno estuvo tejida de silencio y soledad. Pero el silencio de Bruno no fue vacío, sino plenitud. Y en la soledad aprendió que el alma solo se pacifica cuando se somete completamente a la voluntad de Dios, cuando deja de buscar fuera lo que únicamente puede hallarse en el centro del corazón.


    El ruido de las ciudades no le atraía. Las luchas por el poder entre los hombres le producían disgusto. El éxito académico no significaba nada para él. Habiendo rechazado toda ambición, ansiaba solo el murmullo de Dios que se oye en el fondo del alma cuando todo se calla. Su oración era el latido de quien ha comprendido que el seguimiento de Cristo no consiste en hacer muchas cosas, sino en dejarse transformar. Su deseo, el convertirse en espejo en que la infinita bondad de Dios pueda reflejarse. De hecho, su oración más constante era repetir una y otra vez: “O Bonitas, o Bonitas” (“Oh Bondad, oh Bondad”). Con ella, Bruno anticipaba la paz profunda que brota de la pura contemplación, esa paz que ya gustó María de Betania a los pies de Jesús: la “parte mejor”.


    A San Bruno se atribuye esta bellísima oración, reflejo fiel de su espíritu contemplativo:


Tú, que eres mi Señor.

Tú, cuya voluntad prefiero a la mía.

No me es posible contentarme con palabras al presentarte mi oración.

Escucha mi grito que te suplica como un inmenso clamor…

Tú, de quien me he constituido siervo:

te ruego con perseverancia e insistiré en mi ruego, hasta merecer alcanzar tu favor.

Pues no anhelo un bien de la tierra;

no pido más que lo que debo pedir:

sólo a ti…

¡Ten piedad de mí!

Y pues inmensa es tu misericordia

y grande mi pecado, ten piedad de mí inmensamente en proporción a tu misericordia.

Entonces podré cantar tus alabanzas, contemplándote, Señor.

Te bendeciré con una bendición

que perdurará a lo largo de los siglos;

te alabaré con la alabanza y la contemplación, en este mundo y en el otro, como María, de quien nos dice el Evangelio, que ha escogido la parte mejor. Amén.

domingo, 5 de octubre de 2025

AUMÉNTANOS LA FE


    “Los apóstoles le dijeron al Señor: ‘Auméntanos la fe’. El Señor dijo: ‘Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería’. ¿Quién de vosotros, si tiene un siervo arando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Ven enseguida y ponte a la mesa”? ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque ha hecho lo mandado? Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os mande, decid: ‘Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer’” (Lc. 17,5-10).


    Cuando los apóstoles piden al Señor que aumente su fe, Jesús responde con una comparación desconcertante: si su fe fuera tan pequeña como un grano de mostaza, sería ya suficiente para obrar milagros. Lo que les viene a decir es que no necesitan más fe, sino una fe viva, auténtica, confiada. Porque la fe verdadera, aunque sea diminuta, encierra en sí la fuerza de Dios. No se trata de cantidad, sino de verdad. Lo decisivo no es tener mucha fe, sino creer de verdad.


    Por eso, Jesús enlaza inmediatamente esta enseñanza con la parábola del siervo. El creyente no mide su fe por los resultados, ni por los premios que obtiene, sino por la actitud interior con que sirve. El discípulo sabe que no tiene derecho a recompensa, que todo lo que es y hace procede del amor gratuito de su Señor. Somos siervos inútiles, no porque seamos inútiles de hecho, sino porque Dios no nos necesita: es su amor el que libremente nos quiere asociar a su obra. La fe auténtica florece en esa gratuidad, en la alegría de servir sin esperar nada, sabiendo que todo lo que tenemos ya nos ha sido dado.


    Señor Jesús, danos esa fe pequeña y verdadera, que mueve montañas, que es capaz de arrancar el miedo del corazón y de abandonarse a ti sin reservas. Enséñanos a servir con humildad y alegría, sin reclamar salario ni recompensa, conscientes de que todo lo que hacemos por ti es, en realidad, tu obra en nosotros. Amén.

sábado, 4 de octubre de 2025

LA LUZ DEL CIEGO

    Hoy, a mi regreso de Italia, es la fiesta de san Francisco de Asís (1182-1226) y precisamente este otoño se cumplen 800 años de su Cántico de las Criaturas, considerado el primer poema escrito en lengua italiana. Francisco lo compuso en 1225, en San Damián, cuando estaba ya enfermo, casi ciego, desangrado por los estigmas y debilitado. Su espíritu, además, atravesaba una profunda turbación: despojado del gobierno de su orden, temía que ésta se encaminara por caminos que la alejaran del santo evangelio, y dudaba incluso si él había interpretado correctamente la voluntad del Señor al fundarla. Y, sin embargo, en medio de estas sombras interiores, nació uno de los himnos más luminosos de la espiritualidad cristiana.


    El Cántico recoge la alabanza que toda la creación eleva a Dios: el sol y la luna, el viento, el agua, el fuego y la tierra, todo canta la bondad del Creador. Más tarde Francisco añadió la estrofa sobre el perdón, para reconciliar al Obispo y al Podestá de Asís, y poco antes de morir, en 1226, la estrofa sobre la hermana muerte corporal.


    Ochocientos años después, sigue siendo un canto vivo, voz de la naturaleza reconciliada en Cristo y expresión humilde de un corazón que sabía ocupar el último lugar para dar gloria al Señor. Hoy merece la pena que nos tomemos el tiempo de rezar este Cántico con atención emocionada, y con una mirada contemplativa hacia Dios y hacia el mundo que Él ha creado:


“Altísimo y omnipotente buen Señor,

tuyas son las alabanzas,

la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, te convienen

y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor,

en todas tus criaturas,

especialmente en el Señor hermano sol,

por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,

de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor,

por la hermana luna y las estrellas,

en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento

y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,

por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,

por el cual iluminas la noche,

y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor,

por la hermana nuestra madre tierra,

la cual nos sostiene y gobierna

y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor,

por aquellos que perdonan por tu amor,

y sufren enfermedad y tribulación;

bienaventurados los que las sufran en paz,

porque de ti, Altísimo, coronados serán.

Alabado seas, mi Señor,

por nuestra hermana muerte corporal,

de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

Ay de aquellos que mueran

en pecado mortal.

Bienaventurados a los que encontrará

en tu santísima voluntad

porque la muerte segunda no les hará mal.

Alabad y bendecid a mi Señor,

dadle gracias y servidle con gran humildad”.

viernes, 3 de octubre de 2025

ESTACIONES DE GRACIA

     


        Me encuentro en Italia acompañando una peregrinación. Hoy hemos pasado el día en Roma y he tenido la oportunidad de atravesar las Puertas Santas de las cuatro Basílicas Mayores de la Urbe.

      Atravesar una Puerta Santa no es un simple gesto ritual. Es un signo visible de lo que el corazón busca: cruzar de la vida vieja a la vida nueva, dejar atrás el pecado y abrirse a la gracia. Hoy, en Roma, las cuatro Basílicas Mayores han sido como las cuatro estaciones de un camino de esperanza. San Pedro nos habla de la firmeza de la fe, de la roca sobre la que Cristo quiso edificar su Iglesia. Y San Juan de Letrán nos recuerda que la Iglesia tiene en Roma una casa madre, la Catedral de la diócesis, donde palpita la unidad visible de todo el pueblo de Dios.


      Pero ha sido en las otras dos donde se ha conmovido mi corazón. Santa María la Mayor nos envuelve con la ternura de María. Allí, en la primera iglesia de Occidente dedicada a Ella, la Madre se hace presente de un modo especial en el icono antiquísimo de la Salus Populi Romani, la salud del pueblo romano. Conserva también este templo la reliquia del pesebre de Cristo. Por eso todo allí habla de cercanía y de ternura: de la Madre que acompaña a sus hijos, y del Niño -el Enmanuel- que quiso venir a nosotros en la cruda pobreza del establo de Belén. En este templo, la fe se hace para nosotros caricia y consuelo.


       Y San Pablo Extramuros, con su sobriedad majestuosa, nos conduce al corazón ardiente del apóstol de los gentiles. Bajo su altar papal reposa aquel que proclamó: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20). El monasterio benedictino que custodia la Basílica prolonga hasta hoy esa armonía de oración, trabajo y belleza que tanto nos atrae. Allí se percibe que la Iglesia tiene cimientos de fe inquebrantables, sostenidos por quienes dieron la vida por Cristo.


       Señor Jesús, que el hecho de atravesar las puertas de tus templos en este Año Santo, implique también atravesar las puertas de nuestros corazones. Que dejemos atrás el peso de nuestros pecados y nos abramos a la gracia de tu misericordia. Haz que María, Madre tierna, y Pablo, apóstol incansable, nos acompañen siempre en el camino que conduce hacia ti. Amén.

jueves, 2 de octubre de 2025

GIGANTES DE LA SANTIDAD

      


    En la peregrinación que estos días acompaño por Italia, ayer tuve la suerte de celebrar la misa en Pietrelcina, el pueblo natal de San Pío. Era la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús, y en la homilía tuve que evocar a ambas grandes figuras, gigantes de la fe, modelos de santidad para nuestro tiempo. Dos vidas que, vistas desde fuera, no prometían demasiado. Una niña frágil, excesivamente sensible, que apenas frecuentó la escuela, y que creció en el ambiente burgués de una pequeña ciudad del norte de Francia. Un muchacho campesino del sur de Italia, con escasa instrucción, que solo pudo seguir su vocación religiosa gracias al sacrificio de su padre, emigrante en América. El mundo no esperaba gran cosa de ellos. Pero Dios sí.


   Ambos llevaron existencias sencillas, con una espiritualidad transparente y directa. Teresa con su “caminito” de abandono confiado en Jesús; el Padre Pío con las armas de un sacerdote fiel: la misa, la confesión asidua, el rezo del Rosario… En lo ordinario descubrieron la fuerza de lo eterno.


     Y los dos, en el umbral de la muerte, hicieron una promesa de amor desbordado. Teresa: “Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas sobre la tierra”. El Padre Pío: “Quiero esperar a la puerta del cielo hasta que haya entrado el último de mis hijos espirituales”. Dos maneras distintas de decir lo mismo: no vivieron para sí, sino para que otros alcanzaran la salvación.


     Hoy, en la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, entendemos mejor este misterio. Estos dos santos, como los ángeles, se convirtieron en mediadores de la misericordia de Dios, testigos de una gran verdad: que nadie camina solo, porque el cielo se inclina sobre cada uno de nosotros.


     Señor, haznos pequeños y confiados como Teresita del Niño Jesús, constantes y fieles como el Padre Pío. Enséñanos a creer que tu gracia obra en lo débil y que tu amor no nos abandona nunca. Concédenos escuchar la voz de nuestro ángel custodio y seguir su guía, para no apartarnos jamás del camino que conduce a ti. Amén.

miércoles, 1 de octubre de 2025

SUBLIME SENCILLEZ

   

      “Continué leyendo sin desanimarme, y encontré esta consoladora exhortación: ‘Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional’ (1 Cor. 12,31). El Apóstol, en efecto, hace notar cómo los mayores dones sin la caridad no son nada y cómo esta misma caridad es el mejor camino para llegar a Dios de un modo seguro (…). Entendí que la Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor (…). Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo (…). Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: ‘Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor (…). En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor’” (Sta. Teresa del Niño Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, Historia de un alma, manuscrito B).


    Celebramos hoy la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús, quien nos abre su corazón en uno de los pasajes más bellos y conocidos de su Historia de un alma. Al meditar sobre las palabras de san Pablo a los Corintios, está realizando una búsqueda interior: no se reconoce en ninguno de los miembros de la Iglesia enumerados por el Apóstol, porque lo que anhelaba era serlo todo. Esa inquietud no la detiene; continúa leyendo y se encuentra con la exhortación: “Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional” (1 Cor. 12,31).

Entonces descubre que la caridad es ese camino. Comprende que todos los dones, sin amor, no valen nada; que solo la caridad da consistencia y fecundidad a la vida cristiana. Y, de pronto, se ilumina su vocación: ser el amor en el corazón de la Iglesia. Allí encuentra su lugar, allí alcanza la paz.


    La imagen que Teresa emplea es de una hondura sorprendente. El cuerpo místico de Cristo tiene miembros diversos: ojos, manos, pies… Pero el corazón, ardiendo en amor, es el que da vida a todo. Sin amor, los apóstoles no predicarían, los mártires no entregarían su sangre, la Iglesia misma no sería más que un organismo vacío. El amor, en cambio, lo abarca todo, lo sostiene todo, lo vivifica todo.


    Por eso Teresa puede exclamar con alegría desbordante: “Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor”. Esa es también la vocación más profunda de todo cristiano, el secreto que da sentido a la existencia, a la historia y a la entrega de cada cristiano. No todos podemos ser apóstoles o doctores, pero todos podemos ser amor en el corazón de la Iglesia.


    Señor Jesús, por mediación de la pequeña Teresa, enséñame a descubrir mi lugar en la comunidad de la Iglesia. Haz que el amor sea siempre la medida de mis obras, porque sólo el amor permanece, sólo el amor es eterno. Amén.