viernes, 1 de agosto de 2025

VISITAR A LOS ENFERMOS (V)


    “Jesús fue a su ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga. La gente decía admirada: ‘¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?’ Y se escandalizaban a causa de él” (Mt. 13,54-57).


    Visitar a los enfermos, ¿para qué? Si no soy médico, ¿qué puedo hacer por ellos? ¿Qué puede aportar quien no tenga conocimientos clínicos ni soluciones prácticas? Es fácil pensar que las visitas no curan, que el sufrimiento sigue estando ahí, que lo esencial depende de los tratamientos o de la ciencia médica. Y, sin embargo, una visita hecha con amor puede llevar más consuelo del que imaginamos.


    La medicina puede sanar el cuerpo, pero hay dolencias que no entran en el diagnóstico ni figuran en los análisis: la soledad, el abandono, la tristeza, el desánimo, el miedo, la desesperanza, la falta de sentido… Y frente a esas heridas del alma, una visita afectuosa, una presencia atenta, una mirada llena de respeto y ternura pueden convertirse en un canal de gracia y abrir a la posibilidad de una transformación interior. A través de la cercanía, de la atención, de la escucha, el corazón enfermo puede volver a creer, a confiar, a amar, a esperar. Se puede ofrecer también al alma el remedio de la paciencia, la humildad y la fortaleza.


    El Evangelio de hoy, precisamente, lo muestra con claridad. Jesús visita a sus paisanos, entra en la sinagoga, les habla. No se mencionan aquí enfermedades del cuerpo: no hay ciegos, ni leprosos, ni paralíticos. Pero sí se revela una dolencia del alma: la cerrazón, el prejuicio, la resistencia interior a acoger lo divino bajo una apariencia ordinaria, envuelto en debilidad. Jesús los visita. Podría haberse ahorrado el desprecio y el rechazo. Pero va, porque amar es exponerse. Les ofrece su Palabra, su presencia, su Verdad. Hace esa visita que tantos hubieran deseado recibir. Pero ellos no quieren acogerlo. Y, aun así, Él ha estado con ellos. Ha ido a buscarlos. Ha querido estar cerca.


    También nosotros, al visitar a un enfermo, hacemos un gesto parecido al de Jesús. Aunque no obremos milagros, aunque nuestra visita parezca inútil o no sea acogida, hay algo profundamente cristiano en el hecho mismo de ir. En cada visita real, física, concreta, llevamos con nosotros la posibilidad de que el otro se encuentre con Dios, aunque no lo sepa. Llevamos consuelo, compañía, humanidad. Y eso puede abrir una puerta por donde entren la fe, la esperanza y el amor. A veces el fruto será visible. Otras no. Pero el amor nunca se pierde.


    Señor Jesús, Tú que no desdeñaste visitar a los tuyos aunque no te acogieran, haznos comprender la grandeza de esta obra de misericordia corporal. Danos un corazón sensible y disponible para visitar a los enfermos con verdadera caridad, para acercarnos a ellos no solo con palabras, sino con nuestra presencia, con nuestro tiempo, con nuestras manos. Que nuestras visitas, humildes y silenciosas, puedan abrir en quienes sufren una puerta al consuelo del alma, al despertar de la fe, al renacer de la esperanza y del amor. Que por medio de nuestra presencia Tú les concedas también paciencia, humildad y fortaleza interior. Haz que nunca nos olvidemos de que es en los enfermos donde Tú mismo nos esperas. Amén.


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