jueves, 14 de agosto de 2025

EL GRAN PERDÓN


    “Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda” (Mt. 18,23-27).


    El deudor pedía paciencia, pero el rey no se la concede. No porque sea impaciente o cruel, sino porque sabe que la deuda es tan descomunal que nunca podría ser pagada. Dar más tiempo sería inútil. En vez de eso, hace algo mucho mejor: lo perdona todo. Allí donde no hay posibilidad alguna de restitución, el rey, nuestro Señor, abre un horizonte nuevo con su misericordia.


    También nosotros, delante de Dios, podríamos engañarnos pensando que, con nuestro esfuerzo y nuestras obras, lograríamos saldar la deuda. Así evitaríamos tener que agradecer nada a nadie. Pero todo lo hemos recibido de Él; por mucho que hagamos, siempre seremos sus deudores. Nuestra única esperanza está en su amor gratuito, que no calcula, sino que perdona enteramente.


    Lo inquietante es que el deudor parece no creer en ese perdón. Tal vez le resulta demasiado grande para aceptarlo, tal vez al apresurarse a salir de la presencia del rey, no se ha enterado bien de que está perdonado. Por eso, al salir, maltrata a un compañero para que le pague lo que le debe, como si quisiera reunir algo con lo que presentarse ante su señor. Es la tragedia de quien no acepta saberse perdonado, de quien no deja que el perdón penetre en lo hondo del alma y sigue viviendo como si dependiera solo de sí mismo.


    Aceptar el perdón de Dios es un acto de humildad y de confianza: reconocer que no tenemos con qué pagarle y que nuestra salvación no es conquista nuestra, sino regalo suyo. Quien se sabe perdonado se vuelve libre: deja de vivir pendiente de las deudas ajenas, y su corazón se abre para perdonar como ha sido perdonado.


    Señor, que nunca caiga en la ilusión de creer que puedo pagarte con mis fuerzas lo que solo Tú puedes perdonarme. Enséñame a acoger, con gratitud y humildad, tu misericordia, y a derramarla sin medida sobre quienes me rodean. Amén.

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