“Mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres. Ella dijo: ‘Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?’” (San Agustín, Confesiones, IX).
La escena de la conversación en el balcón de la casa donde se alojaban en el puerto de Ostia, entre san Agustín y su madre santa Mónica, cuya fiesta hoy celebramos, es de una hondura espiritual única. Una madre que, al final de su camino, no pide para sí misma larga vida ni gloria alguna, sino que expresa la alegría de ver a su hijo íntimamente unido a Dios. En el corazón de una madre cristiana la mayor satisfacción es haber dado la vida a su hijo y, sobre todo, haber consagrado toda su existencia para que alcance la vida eterna. Mónica supo esperar, con paciencia y oración, durante muchos años; vio a Agustín extraviarse en los halagos del mundo, en la soberbia del saber y en los placeres de la carne. Pero nunca dejó de suplicar a Dios por él. Y cuando por fin lo contempló convertido, pudo morir en paz.
Hoy, en cambio, no pocas familias, incluso cristianas, fijan metas muy distintas para sus hijos. Aspiran a que tengan títulos académicos, buena posición social, sueldos elevados, prestigio, riquezas o fama. Y aunque nada de eso es malo en sí mismo, cuando se convierte en lo principal, acaba siendo un horizonte estrecho y engañoso. Santa Mónica nos recuerda que la verdadera meta no está en el éxito pasajero, sino en los valores de la fe, en la vida de la gracia, en el horizonte de vida eterna que da sentido a todo lo demás. No hay herencia más grande para unos hijos que la fe sólidamente transmitida y el ejemplo luminoso de una vida entregada a Dios.
Señor Jesús, Tú que escuchaste las súplicas de santa Mónica y concediste la conversión de su hijo Agustín, concede a todas las madres cristianas esa misma fe perseverante y ardiente. Haz que nunca desfallezcan en la oración por sus hijos y que puedan gozar un día de verlos contigo en la eternidad. Amén.
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