“He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres” (Lc. 12, 49-52).
El fuego que Jesús quiere encender no es un fuego destructor, sino el fuego vivificador del Evangelio, el calor de su amor que purifica y transforma. Es el fuego del Espíritu Santo, que ilumina la oscuridad y hace arder el corazón del discípulo en celo por el Reino de los cielos. Ese fuego está llamado a abrasar el mundo entero, y comienza en lo más profundo de cada persona. Quien se deja tocar por este fuego ya no vive para sí mismo, sino para Cristo, y su vida se convierte en una llama que ilumina a otros.
Jesús mismo confiesa la angustia que siente hasta que se cumpla el bautismo de su muerte en la cruz. Allí, en el sacrificio del Calvario, ese fuego se liberará de manera plena, porque de su costado abierto brotarán, con el agua y la sangre, el Espíritu y los sacramentos de la Iglesia. A partir de entonces, su Palabra se convertirá en criterio de discernimiento: aceptarla significa entregarle el corazón entero; rechazarla significa cerrarse a la verdad. Por eso no trae una paz superficial, entendida como ausencia de tensiones o de problemas, sino una paz que nace de la reconciliación con Dios y que necesariamente divide, porque unos acogen la luz y otros permanecen en tinieblas.
El Evangelio exige un sí personal, absoluto, radical. No basta pertenecer a la misma familia, al mismo pueblo o al mismo grupo: cada corazón debe arder por Cristo, o permanecerá frío y distante. Y así, a veces, el discípulo experimentará incomprensión, rechazo o incluso odio, porque el mundo no soporta la exigencia de ese amor verdadero y total. Y sin embargo, sólo el fuego de Jesús es capaz de renovar la tierra.
Jesús, prende en mi corazón el fuego de tu amor, que nunca se apague. Hazme fiel a tu Evangelio, incluso en medio de la incomprensión y de la división, para que mi vida arda siempre para ti y para gloria de Dios Padre. Amén.
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