domingo, 24 de agosto de 2025

UNA ENTRADA CASI INVISIBLE

    “Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: ‘Señor, ¿son pocos los que se salvan?’ Él les dijo: ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán’” (Lc. 13, 22-24).


    Jesús no responde directamente a la pregunta sobre cuántos se salvan, porque la curiosidad no es camino que conduzca al Reino. En lugar de eso, invita a entrar por la puerta estrecha. Habitualmente se entiende esta imagen como un símbolo de dificultad y de esfuerzo. Pero, a mi juicio,  lo más determinante de la enseñanza no es que la estrechez de la puerta requiera un esfuerzo extraordinario para atravesarla, sino que, precisamente por ser pequeña, puede pasar desapercibida. Los hombres solemos apreciar las grandes puertas de entrada a los palacios, las entradas principales que conducen a lugares que nos parecen importantes, mientras que no advertimos las puertas más pequeñas, de humilde apariencia, escondidas, que aparentemente no ofrecen ningún interés.


    La Basílica de la Natividad, en Belén, conserva una imagen muy elocuente de este Evangelio. Para entrar en el lugar donde nació Jesús hay que pasar por una puerta de escaso metro y medio, tan baja que solo un niño podría cruzarla de pie. Los demás tenemos que inclinarnos. Es como si el mismo Señor nos dijera: para entrar al gran misterio de Dios que se hace niño es preciso abajarse, hacerse pequeño, inclinarse con humildad.


    La puerta estrecha es, por tanto, la sencillez del Evangelio. Es el camino de la pobreza espiritual, de la infancia evangélica, del abandono confiado en Dios. Entrar por esa puerta significa reconocer que no se llega por la fuerza del mérito, sino por la confianza del hijo que se abandona al amor de su Padre.


    Señor Jesús, puerta estrecha que conduce al Reino, enséñame a ser humilde y pequeño, a no buscar grandezas ni honores, sino a descubrir la sencillez de tu Evangelio. Hazme pobre de espíritu y confiado en tus manos, para vivir siempre en el abandono sereno de quien se sabe amado por ti. Señor, Tú ocúpate de todo. Yo me entrego a ti, estoy seguro de ti, me abandono en ti. Amén.

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