“Dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano” (Mt. 18,15-17).
El Señor nos recuerda en el Evangelio de hoy que la corrección fraterna es un servicio de amor fraterno y un deber de caridad. No se trata de humillar ni de imponerse, sino de ayudar al hermano a reencontrar el camino de la verdad y del bien. Sin embargo, esta misión, cuando es mal recibida, puede convertirse en motivo de tensiones y rechazo. Por eso, Jesús nos enseña a actuar con mucha prudencia y discreción, pero también con firmeza, sin claudicar ante el pecado ni dejarlo sin respuesta.
En la Iglesia, esta tarea recae de modo especial sobre los pastores. Ellos, en nombre de Cristo, deben advertir, corregir y guiar al rebaño, no dejando que el mal se camufle bajo apariencias de bien. No han de dejarse arrastrar por modas, presiones políticas y sociales, o por ideologías contrarias al Evangelio, sino ejercer un verdadero ministerio profético, denunciando lo que destruye al hombre. Asimismo, un ministerio magisterial, enseñando el camino que conduce a la vida verdadera.
Jesús, Buen Pastor, fortalece a nuestros obispos y sacerdotes para que no teman ser luz en medio de la oscuridad: que su palabra sea clara y su ejemplo coherente. Concédeles no tener miedo de las persecuciones que el ejercicio fiel de su ministerio les acarreará, recordando que Tú mismo anunciaste ese rechazo del mundo hacia los tuyos, y declaraste bienaventurados a quienes lo padecieran. Que su voz resuene como eco fiel de la tuya, y que siempre conduzcan al pueblo por caminos de verdad y santidad. Amén.
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