martes, 5 de agosto de 2025

ÁNIMO, SOY YO


    “Después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: ‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’ Pedro le contestó: ‘Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua’. Él le dijo: ‘Ven’. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: ‘Señor, sálvame’. Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ‘¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?’” (Mt. 14, 23- 31).


    Este pasaje del Evangelio nos sitúa ante un cuadro simbólico de gran profundidad: el monte y el mar. Dos espacios que no solo son geográficos, sino espirituales. El monte representa lo sagrado: es el ámbito del contacto con Dios, de la oración. El mar, en cambio, representa al mundo, con su agitación incesante, su inestabilidad, sus amenazas, su oscuridad. En el lenguaje bíblico, el mar es un lugar habitado por monstruos, preñado de peligros. Uno es lugar de encuentro con Dios; el otro, espacio del combate espiritual.


    Jesús sube al monte a orar, se retira para estar con el Padre, pero no se desentiende de los suyos. Aunque físicamente está lejos, no los pierde de vista: desde su oración vela por ellos. Mientras tanto, los discípulos están en el mar. Ellos no son del mundo, pero están en el mundo. Y deben avanzar, remar con esfuerzo para mantenerse a flote, aun cuando parezca que Jesús se ha alejado. Porque también eso forma parte de la dinámica de la fe: seguir haciendo camino, incluso en la noche, incluso cuando el viento es contrario y el corazón tiembla. El mar es su lugar propio porque el mundo es su misión. Deben vencerlo, recorrerlo hasta sus confines, no huir de él. En ese mundo deben dar testimonio y perseverar en la fe, en la esperanza y en el amor a su Señor.


    Jesús no tarda en acudir. A la cuarta vigilia, cuando la noche toca a su fin, se acerca caminando sobre las aguas. Ellas no pueden atraparlo, no tienen dominio sobre Él, porque es semejante en todo a nosotros, menos en el pecado” (Hb. 4,15). Los discípulos, como nosotros tantas veces, no disciernen bien. Toman por amenaza lo que en realidad es salvación. Lo confunden con un fantasma. Pero la voz de Jesús disipa toda confusión: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.


    La presencia del Señor se reconoce por sus efectos: da valor, alienta, consuela. No oprime ni paraliza. Pedro, que desea estar con Él, se lanza al agua sostenido por la palabra: “Ven”. No camina por sus fuerzas, sino por la obediencia a la Palabra. Mientras mira a Jesús, avanza. Cuando se fija en el viento, en las dificultades, en la fuerza absorbente del mundo, se hunde. Así es nuestra vida. La fe nos sostiene, el miedo nos hunde. Pero aún hundiéndose, Pedro grita: “Señor, sálvame”. Y eso basta.


    Jesús extiende la mano, se apresura a socorrerlo. Nunca deja ahogarse a quien clama a Él. Y, después de salvarlo, le enseña: “¿Por qué has dudado?”. No es reproche, sino lección. Porque toda nuestra vida se juega entre el monte y el mar, entre la presencia luminosa y la noche oscura, entre el consuelo de la oración y la fatiga del mundo. Y Él está en ambos lugares. En el monte donde ora por y con nosotros, y en el mar que cruzamos con su ayuda.



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