“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mt. 16,24-26).
En el Evangelio de hoy, Jesús nos enseña que negarse a sí mismo no significa despreciarse ni anularse. Una sana autoestima es buena y necesaria para vivir; reconocer las cualidades que Dios nos ha dado es justo y forma parte de la gratitud hacia Él. Lo que Jesús sí nos pide es renunciar al egoísmo que impide seguirle, no el borrar lo que Dios ha hecho en nosotros. Es que dejemos de vivir centrados en nosotros mismos para vivir centrados en Él, de modo que lo que somos y tenemos se convierta en ofrenda de amor.
De igual forma, tomar la cruz no es regodearse en la dureza de la vida, sino aceptar con amor lo que la vida trae consigo: contrariedades, enfermedades, limitaciones. Todo eso, cuando Dios lo permite, se convierte en camino para crecer en humildad y para poner más la confianza en el Señor que en nosotros mismos. Es aceptar con fidelidad la misión y las pruebas que acompañan al amor y a la verdad, transformando lo que podría parecer carga pesada, en yugo llevadero (cf. Mt. 11,30).
El contraste entre ganar y perder en este texto resalta la gran paradoja que es todo el Evangelio. Jesús nos recuerda que de nada sirve conquistar el mundo entero si, en ese proceso, se pierde la propia alma. El éxito mundano, sin Dios, es una ganancia vacía; la verdadera victoria es salvar el alma, aunque eso implique pérdidas aparentes a los ojos del mundo. Y quien salva el alma, no lo olvidemos, está salvando también el cuerpo, ya que la persona entera será rescatada y glorificada en el día de la resurrección. Con Él, toda renuncia por amor se convierte en ganancia eterna.
¡Oh, Señor Jesús! Enséñame a negarme a mí mismo sin perder la alegría de ser lo que Tú has querido que sea, a tomar mi cruz con humildad y confianza, y a buscar siempre salvar mi alma, aunque el mundo me llame perdedor. Amén.
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