lunes, 25 de agosto de 2025

¿CONOCÉIS GOBERNANTES ASÍ?


    “Hijo amadísimo, antes que nada te enseño a que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todo tu ser, porque sin eso nadie puede salvarse.

    Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios; y si por alguna desgracia cometieras algún pecado, haz penitencia de ello toda tu vida y confiesa con sinceridad al confesor.

    Ten el corazón compasivo con los pobres, con los miserables y con los afligidos, y socórrelos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos los beneficios que de Él recibes, de modo que seas digno de recibir mayores.

    Sé justo con tus súbditos, inclinándote siempre hacia el pobre más que hacia el rico, hasta que tengas plena certeza de la verdad.

Ama a toda la Iglesia y sométete siempre con devoción y obediencia al Sumo Pontífice, nuestro santo padre el Papa, y a la Iglesia Romana, como a tu madre espiritual.

    Cuida de que los buenos usos y costumbres que hay en tu reino se mantengan y conserven, y los malos destrúyelos con la ayuda de Dios.

Ten firme propósito de no hacer la guerra contra ningún cristiano si no es por gran necesidad; y si la haces, cuida de que no cause daño a la Iglesia ni a los pobres.

    Confía en la fuerza de la oración de la Iglesia y en la gracia que brota de su culto y de sus sacramentos.

    Hijo amadísimo, te doy todas las bendiciones que un padre puede dar a su hijo; y ruego a toda la Santísima Trinidad y a todos los santos, que te guarden y defiendan de todo mal, que Dios te dé la gracia de hacer siempre su santa voluntad, de manera que Él sea honrado en ti, y que tú y Yo, después de esta vida, podamos reunirnos para verle, amarle y alabarle sin fin” 

(Carta-testamento espiritual de San Luis, rey de Francia, a su hijo Felipe).


    Hoy celebramos la fiesta de San Luis, rey de Francia, que dejó a su hijo y sucesor, Felipe, un testamento espiritual de extraordinaria hondura. No fue un rey cualquiera: supo gobernar con justicia, buscar la paz y custodiar la fe en medio de un mundo lleno de turbulencias. Sus palabras no son principalmente consejos políticos, sino un verdadero evangelio vivido desde su responsabilidad de padre y de rey.


    El corazón de su mensaje es claro: “Antes que nada te enseño a que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todo tu ser, porque sin eso nadie puede salvarse”. Todo lo demás brota de ahí. No es el poder, ni la gloria, ni las victorias militares lo que salva, sino el amor a Dios vivido en humildad, penitencia y servicio. Es un recordatorio de que la santidad no se mide por el prestigio ni por los logros externos, sino por la fidelidad al mandamiento principal: amar a Dios sobre todas las cosas.


    Resuenan también en estas palabras ecos de las Bienaventuranzas: compasión hacia los pobres, justicia inclinada siempre hacia el débil, agradecimiento constante a Dios, obediencia y amor a la Iglesia. San Luis enseña a su hijo -y a nosotros- que gobernar es un servicio, y que la verdadera autoridad se mide por la capacidad de socorrer, de proteger y de mantener el bien común enraizado en la voluntad de Dios.


    La última parte de su testamento es casi una oración: pide que su hijo, y con él todos los cristianos, vivan de tal manera que un día puedan reencontrarse en el Cielo para ver y alabar a Dios sin fin. Así, la herencia más grande que transmite no son tierras ni riquezas, sino la fe, la esperanza de la gloria eterna, y la certeza de que todo el esfuerzo de esta vida encuentra su premio en la eternidad.


    Señor Jesús, Tú que hiciste de San Luis un rey santo, concédenos vivir como él, con un corazón sencillo que te ame por encima de todo, con compasión hacia los pobres y obediencia filial a la Iglesia. Haz que también nosotros podamos honrarte en nuestra vida, para reunirnos un día contigo y alabarte por los siglos de los siglos. Amén.

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